Leer

    23 abr 2023 / 09:57 H.
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    No todas las noches escribo, pero todas las noches leo. Poco o mucho. Depende de las miradas que haya recogido en las perdidas aceras que me señalan las farolas amarillas. No las abrazo, aunque debería hacerlo. De no ser por ellas, que conocen mis caminos y deseos, jamás llegaría a mis papeles y mis libros. Entro, por fin, y los encuentro desparramados y abiertos en canal cada uno por su última página leída y ya olvidada. Aparecen los granadinos amores de Isabel y Orbán contados por Juan Eslava y, justo al lado, Erich Fromm medita también sobre el amor. Si acaso mi cabeza estuviera medianamente despejada lo intentaría con El Nombre de la Rosa, y si no me quedaran neuronas despiertas me atrevería con la Biblia o con Ambelain. El caso es que según el estado de ánimo o las fuerzas que me queden, elijo la lectura más adecuada a mi cansado intelecto y viajo por mundos nuevos que me ayudan a conseguir sueños alejados de los míos. A veces, solo a veces, leo poesía de poetas nuevos pero me ocurre que me quitan el sueño y me dan las diez y las once y hasta las tres. Porque la poesía hay que leerla muchas veces para enterarte de lo que le pasa al autor en cuestión, si es que uno quiere aventurarse en esos precipicios sin caer volando en alguno de ellos y pasar la noche entre versos y preguntas. Entre dudas y respuestas. Entre risas y lágrimas.

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