Las lágrimas del recuento

04 abr 2025 / 09:27 H.
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Todos tenemos sueños recurrentes que darían fuste a la libreta del psicoanalista. Yo tengo muchos, algunos de los cuales soliviantan el equilibrio REM y sus intensidades me obligan a veces a atravesar varias superficies cerebrales para deshacerme de sus equívocas trascendencias, hasta descubrir con alivio que nada se ha movido de la realidad desde que la consciencia abrió para nosotros la baraja imaginaria con que nos premia o nos castiga en el ajuste de sus registros. Una de esas pesadillas siempre acontece de la misma manera: llegada la hora de comparecer ante una clase o un auditorio, en una reunión de gente guapa o en la cita a ciegas con alguna de las musas de Montmartre, descubro que voy ni más ni menos que en pijama. Y ya con el foco acosándome en el recibidor del escenario o el bullicio del aula aguardando mi entrada, apenas me quedo sin margen para salir corriendo, arrancar el coche y acudir a casa a por la indumentaria adecuada. Nunca he confesado que, de niño, en eso de coordinar las prisas matinales, embobado con la soñarrera que sucede a los días posteriores al cambio de hora, me olvidé un día la parte superior del pijama bajo la ropa del cole. Era una de esas sesiones interminables de Geografía donde la voz grave del maestro insistía en hacernos partícipes de la expansiva y majestuosa vegetación oceánica, cuando advertí el desaguisado. Desde ese momento, pasé la mañana pendiente de no dar el cantazo por alguna de las botoneras de la camisa, contando las horas que quedaban para llegar a casa, no sé si más preocupado por que alguien descubriese mi saya onironauta en aquel ambiente pijandrón o buscando algún porqué a este nuevo episodio que agrandaría mi larga cuenta de despistes orgánicos, incívicos e imperdonables.

Hace unos días, presentamos en el instituto de secundaria donde trabajo una exposición fotográfica, coordinada por la profesora Julia Mielgo, sobre el genocidio que se está perpetrando sobre la población civil de Gaza. Bajo el título “Cuando la conciencia nos llama”, las instantáneas del fotoperiodista gazatí Osama Kahlout nos interpelan ante la constante violación de los Derechos Humanos por parte de los actuales representantes del Estado de Israel y la alarmante pasividad de la comunidad internacional, que ha visto cómo la única organización dependiente de la ONU para la cooperación y el desarrollo de la zona, Unrwa, se ha convertido, según el testimonio directo de sus trabajadores y funcionarios, en objeto directo del hostigamiento militar y político del ejército y la diplomacia de Netanyahu, dejando en manos de Dios sabe qué barbarie cualquier solución digna al conflicto. A la presentación de la exposición fueron invitados un ciudadano israelí residente en la sierra de Huelva, cuya parentela ha propiciado proyectos educativos que apuestan por la convivencia en paz de ambas culturas, y una familia palestina recién reunida apenas hace unos días, después de que la madre y sus cuatro hijos pequeños —la menor con apenas dos añitos— consiguieran abandonar Cisjordania y atravesar sanos y salvos las difíciles fronteras que separan las zonas asediadas hasta Amán. Pocas veces he llorado en público, pero fue imposible contener las lágrimas al ver a aquellos jóvenes padres agradeciendo en un perfecto inglés la acogida de los pueblos de la sierra y, sobre todo, ver correteando por los pasillos del salón de actos a los niños desinhibidos y felices, por fin a salvo de lo que hubiera sido un fatal desenlace y que se ha llevado por delante a tantas y tantos inocentes.

Lo único que acertaron a expresar más allá de su gratitud, bajo una admirable serenidad, fue que por muchas fotografías que veamos o noticias que nos lleguen, no podemos hacernos a la idea de la gravedad de la situación que están padeciendo sus familias, vecinos y amigos.

No sé si volveré a soñarme en pijama y en la más inoportuna de las situaciones, pero lo cierto es que este mundo está como para meterse en la cama directamente con lo puesto, echarse a dormir y no despertar en una década, o dos. O cuando el ángel de Paul Klee haya terminado su inasumible recuento de despropósitos humanos cometidos en nombre del progreso.



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