Larga es la vida

    23 oct 2023 / 10:20 H.
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    Amaneció por el Aznaitín. Los vencejos ya consumaron su desayuno aéreo. Yo, la lectura de la prensa digital. Creo que hoy iré al mercado. Estoy aprendiendo. Nunca es tarde. O, a lo mejor, sí. Pero he descubierto que los mercados son divertidos, y resultan casi estéticos. De adolescente, leí un libro sugestivo: Para saber ver. Cómo se mira una obra de arte. Un capítulo versaba sobre lo bello y lo feo. Y ponía el ejemplo del “Buey desollado”, de Rembrandt. Pues... eso. Además, en los mercados siempre hay alguien con quién hablar: el tendero, la gente que espera su turno, el barrendero. De paso, suelo darme algún capricho. Las salas de espera del médico son otra cosa. Ayer, en la consulta del neumólogo, me reí a placer. Resulta que las sombras que interpretaron como neumonía bilateral sólo eran ¡manchas de una placa mal hecha! Ya me parecía rara una pulmonía que curó en tres horas. lo celebré con unos churros crujientes. Vamos a por hoy. Lleno el vacío de estos días enviando “mensajes” en una botella. Como los náufragos.

    A ella le gustaban las orquídeas; a mí las camelias. Desde aquí no puedo mandar orquídeas ni camelias, como no sean electrónicas. No es lo mismo, claro, pero algo es algo. Ayer llamó. Ella. Había recogido mi botella de náufrago en forma de llamada perdida. Mentí al decir, —sonriendo creo— que había errado al marcar. Mintió fingiendo que me creía. Siguió una breve charla como de viejos amigos. Nuestro amor —tan intenso, tan lejano— se volvió gramaticalmente perfecto. Acabado. Una pincelada más no hubiera añadido nada y lo hubiera estropeado todo. Luego vino un largo silencio. Temí que fuera señal de rencor. Me conforto comprobar que no era así. “Cuando vaya por ahí, te llamo y almorzamos”. Otra mentira amable. El amor no admite reimpresiones. “Un beso”. Anoche dormí beatífico. En sueños, escuchaba el estribillo de una vieja ranchera: “...un viejo amor/ ni se olvida ni se deja/ Un viejo amor/ de tu vida sí se aleja/ ... pero nunca dice adiós”.

    Ayer lo llamé. A él. Los viejos números guardados en la lista de contactos del teléfono me recuerdan las sábanas de hilo de un ajuar de los de antes: ya no se usan; pero se despliegan de vez en cuando para que las dobleces del tiempo no acaben por agrietarlos haciéndolos inservibles. Aunque ya no nos sirvan. Nunca borré su número en el teléfono. Ni siquiera pude desecharlo cuando cambié de terminal, a pesar de haber pasado tantos años sin que ese número palpitara, rescatando un mínimo vestigio de nuestra larga intensidad. Aquel último invierno los dos, estribados en los póstumos indicios de lo que quedaba de nosotros mismos, y a punto de cruzar a trompicones el prólogo de la vejez, nos valíamos del teléfono a modo de botella de náufrago discontinua. Una llamada perdida era la señal. Aún éramos capaces de aguantar con cierta dignidad trasnochada el trasnocheo urbano. Luego, el frío callejero era la disculpa para arrebujarnos el uno en el otro a la salida del último tugurio de madrugada. Nunca hablamos de amor; en eso éramos dos ágrafos zozobrados que preferíamos vivirlo sin red, sin palabras, sin enunciados verbales que pudieran comprometernos. Por eso, tampoco hubo necesidad de des-escribirlo con palabras inútiles. Bastó con dejar dormir la botella vacía en lo más profundo de nuestros teléfonos, naufragada en el número olvidadizo.

    Ayer, la musiquilla ratonera resonó, traspapelada entre las sábanas del lado vacío de la cama, obligándome a rebuscar a tientas y sin éxito, antes de que se silenciara con la misma urgencia con la que me había arrancado de este largo y actual duermevela. Cuando encontré el “telefonino”, mudo, me dolí de que la llamada perdida no fuera ya algo abrazable. Despabilada por el timbrazo, ¿dónde puñetas puedo yo desaguar estas ganas de abrazarme a lo que sea? Eran otros tiempos: “Aviso de conferencia” −solía alborotarme la adolescencia la telefonista. Ahora era distinto. ¿Y si devuelvo la llamada?

    Total, nada queda por perder.

    “Lo siento; me confundí al marcar” −respondió él ayer. Por el tono supe que estaba sonriendo y mintiendo a un mismo tiempo.

    “Ya” −sonreí a mi vez−. No supe decir más. Como entonces, las palabras no añadirían mucho a lo que perduraba legible a pesar de haberse emborronado tantas veces entre líneas: “el amor no admite reimpresiones”.

    “Te llamaré si regreso por ahí, y almorzamos”.

    “No dejes de hacerlo”.

    “Un beso”.

    “Otro inmenso para ti”. (Menos mal que llegué a tiempo de tachar lo traspapelado sobre el auricular).

    No le dije que el viejo abrazo de entonces, ese que almidoné como por costumbre, se me había desdoblado de repente en el ropero de mi lista de contactos, y ahora no sabía cómo volver a plegarlo, a amansarlo, a dormirlo. No he dormido bien. Me pregunto por qué todos, en algún momento, podemos ser tan deseables en la distancia como irritantes en la contigüidad.

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