La vieja butaca

    19 nov 2023 / 09:01 H.
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    Algo cosquillea en mis entrañas con ese retapizado, ese nuevo envoltorio restaurado que, sin embargo, no esconde del todo mi esencia, mi historia. Las viejas butacas, como es mi caso, no somos sino el recuerdo vivo de las peripecias de mil y un escenarios y de esas vivencias estamos construidas más allá del cansado armazón de madera, los lánguidos muelles, la guata empapada de tiempo, el ajado terciopelo rojizo o el aura coronada de chinchetas que una vez brillaron con el dorado fulgor de lo recién estrenado.

    Las viejas butacas tenemos atesorados miles, millones de latidos, de sonrisas, de lágrimas. Hemos vibrado al ritmo del aplauso enfervorecido, de la emoción apenas contenida, del ajetreo del amor apenas susurrado o dado a la prohibida licencia arropada por el subterfugio de lo oscuro. Gentes de la más variopinta idiosincrasia, de gustos distintos, de miradas adscritas a ideologías imperantes o cercenadas por el omnímodo ojo censor, se han aposentado en nuestra realidad y ahí, frente al polvoriento escenario o a la pulcra pantalla, se han dejado llevar por la magia del cine o la, todavía más intensa, del teatro. Sí. Soy una vieja butaca y vi mis primeros destellos de luz en un histórico teatro de la Francia de los años treinta. Tiempos de cabaret, de ilusiones y libertades a punto de ser enterradas por la guerra. He visto incluso florecer aquellas obritas de principios de siglo, las del “Little Theatre”, un movimiento no comercial que transformó la dramaturgia en un tiempo en que artistas, a veces inmigrantes y aficionados, rechazando los convencionalismos y los prejuicios teatrales de antaño, abogaban por la creatividad y la pasión por llenar escenarios locales de poco aforo, con propuestas distintas en un ambiente íntimo y cercano que abrazara al actor con el espectador creando esa atmósfera que solo el teatro es capaz de hacer germinar.

    Quizá por esa experiencia que me ha hecho sobrevivir al tiempo y al espacio me enorgullezco de haber sido seleccionada, junto con mis compañeras, para formar parte del nuevo espacio escénico del Grupo La Paca, esas gentes jaeneras —exquisito gentilicio— que abren sus manos, corazones, esfuerzo e ilusiones a las nuevas generaciones guiadas por Carmen y Tomás, Tomás y Carmen, y que se aprestan a inaugurar un nuevo templo del teatro del que formaré parte acogiendo a niños y jóvenes, mayores y “mediopensionistas” de edades indefinidas mientras, ajenos a mi historia, disfrutan del arte del escenario.

    Apenas quedan los últimos toques a mi nueva presencia. Mi armazón se ha reforzado, el muelle se ha reflotado y ya es capaz de mantener erguida la mullida capa que dará cobijo a los nuevos espectadores. Incluso aquella deslustrada procesión de grises tachuelas relucen de nuevo con el brillo de los focos.

    No os podéis imaginar cuánto espero disfrutar mientras los frágiles cuerpos de mis jóvenes ocupantes se mueven al ritmo que les marcan desde el escenario. Las viejas butacas también tenemos corazón y latimos imperceptiblemente al unísono del espectador. Fijaos la próxima vez que vengáis al teatro, a esta Salala Paca que os espera en breve.

    Gracias a Carmen Gámez y a Tomás Afán por traerme a la vida de nuevo. Y gracias también por mantener siempre viva la llama del teatro. Esta vieja butaca os estará agradecida siempre.



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