La verdad maquillada

28 abr 2018 / 11:05 H.

A quién no le asusta el paso del tiempo, el efecto de la gravedad en nuestros cuerpos. Tenemos la certeza de que el vigor y la juventud acaban doblando la esquina, se van. Incluso así intentamos poner freno a nuestro paulatino deterioro, sea físico o moral. Cristina Cifuentes estaba cómoda en su papel de presidenta con aspiraciones, posó para el PP, era la cara amable, incluso, para los no iniciados en el voto conservador. Quería mantenerse siempre así. Tenía un perfil moderno acorde a los nuevos tiempos y tras la, a priori, limpieza general en una comunidad pringada por la corrupción, su retrato lucía bien. En alguna estancia de la Comunidad de Madrid, en el viejo palacio de Correos, en la Puerta del Sol, sin embargo, ese cuadro pintado en plena vanidad envejecía, se arrugaba, se ponía mustio. Ella, mientras tanto, seguía lozana y dicharachera en las ruedas de prensa.

Como en el mito literario de Dorian Gray, vendió su alma al diablo, quizá en trato menor, con una oportuna mirada al otro lado o todavía quede pendiente un capítulo infernal. Ya sabemos que los giros de guion en el PP son espectaculares. El disfrute de la belleza es una cojonuda forma de vida, pero no se te puede ir la mano con el hedonismo. Los atajos curriculares fueron un lamparón en un traje que se creía inmaculado y su empeño en seguir a toda costa en la fiesta pública, el peor borrón a su trayectoria política. Un triste suma y sigue en un partido que no hace caso a un talón de aquiles afectado de credibilidad. Como en la obra literaria de Wilde, aquí también se acuchilla al cuadro pero, en este caso, no es ella la que pretende borrar su pasado. En su propio partido, en sus aledaños de bajos fondos e intrigas, dieron brillo al puñal en el momento adecuado. Una puñalada por detrás en forma de vídeo desclasificado. A todo Ok. Así se acaba, a las bravas, con el retrato y con el personaje.

A los que leemos el relato y vemos la secuencia de los hechos nos embarga un terror gótico, porque vemos hasta dónde están dispuestos a llegar los señalados para ajustar cuentas. La larga lista de cadáveres exquisitos forma un bodegón deformado y surrealista con personajes zaheridos, mutilados, pero que tienen intacta su capacidad de transmitir miedo: Esperanza Aguirre, Ignacio González, Francisco Granados...

Cifuentes era un fantasma político, un alma en pena desde hacía un mes, pero estaba por la labor de arrastrar su cadena por aquello de seguir en los pasillos del poder. Sin embargo, no fue el escarnio de mancillar su honorabilidad, señalar y hundir el prestigio de una universidad, y penar ante la opinión pública lo que acabó con ella políticamente. No, fue el triste robo de dos botes de crema. El partido avaló que todo fuera tolerable, a Rajoy todo le parecía bien y las explicaciones “cum laudem”. A Cifuentes, sin duda, lo que no le han perdonado es que señalara a los cadáveres vivientes y su “cleptomanía política”, el afán de ascender por la montaña de inmundicia que acumulaba su partido. Sabemos ahora que su trastorno personal era de sobra conocido y que se guardó en el cajón de asuntos pendientes, como coartada para darle el golpe definitivo, el de gracia, cuando la ocasión fuera propicia. La camarilla solo muestra las cartas cuando es estrictamente necesario, como la mafia. Con permiso de Scorsese, en “Uno de los nuestros”, citamos a uno de sus muchachos: “¿No te dije que no hicieras nada que llamara la atención? Uno compra un Cadillac, y otro, un abrigo de visón”. En esta trama todos llamaron muchísimo la atención, con o sin buga. Para no dejarnos en evidencia, Francisco Granados —que debe de beber de los clásicos— dijo ayer ante los medios tras salir del coche y en un intento de lamentar la suerte de su archienemiga: “Si buscas venganza, cava dos fosas”. Capisci?