La última calandria

10 oct 2019 / 08:53 H.

La edad tiene ese toque casi milagroso que, al mismo tiempo que te hace el espíritu más sensible, también lo fortalece. Solo así, podemos resistir ese dolor cada día más pródigo que produce la incesante muerte de seres queridos. Los que estamos más cerca de la última puerta, la de salida de la vida, vemos con más proximidad estas partidas sin retorno de familiares y amigos. Es difícil despertar a un nuevo día sin que te salude con dolor la noticia de la ausencia de una persona a la que has querido. El alma es fuerte y el convencimiento de que hay que seguir adelante sin rendirse sirve de bálsamo para el ánimo herido. Y digo esto con entereza, sin desánimo, con deseos de que quienes sufren el dolor de una pérdida entrañable, sean fuertes para seguir andando el camino. La lista de ausencias se agranda cada día y hoy tengo que recordar la muerte de un amigo del alma, como fue Tomás Ortega Cañada. Pero, quiero recordarlo con alegría, porque es con una sonrisa como mejor puedo retratar su personalidad de hombre sencillo, trabajador, leal y siempre poniendo a su quehacer el sello de una sonrisa, de una broma innocua, amable. La barra de su bar en la calle Mesones era como un púlpito desde el que Tomás, a la par que llenaba una copa y servía una apetitosa tapa, como sus originales calandrias, predicaba la fraternidad, la amistad, la alegría o el buen humor. Allí, en su bar, mantuvimos innumerables tertulias amigos de los que la mayoría ya se ausentaron para siempre, que reíamos y, en no pocas ocasiones, escuchábamos los cantes de Pepe Polluelas, un amigo habitual de aquellas tertulias cordiales e inolvidables. Tomás tenía mi misma edad, bueno, era cuatro meses mayor, y nos conocimos hace casi medio siglo. Comenzó en la hostelería, cuando solo tenía 10 años, en el bar Las Palmeras, de donde pasó al Marfil. Muy pronto se estableció y empezó a dar a conocer su dominio exquisito de la plancha y la espátula. Cocinaba tapas deliciosas a la vista del público, aunque a veces decía que, por aquellos tiempos, “en la cocina no se ganan más que manchas”. A sus amigos aún nos queda el regusto de su última calandria y el recuerdo de los buenos ratos que nos propició. Suficiente para que nunca le olvidemos. Comparto con Lola, su esposa, sus hijas y sus nietos, el dolor de su partida y seguiré compartiendo con ellas el recuerdo del que fue un hombre entrañable.