La súbita luz
Bajamos el sendero que une la cala de San Pedro y la del Plomo. La primavera revienta en el Cabo y su superficie lunar está hoy cubierta de flores. Desde la loma, una alfombra verde, morada y amarilla se extiende bajo las pitas —que nos recuerdan donde estamos y, a su vez, nos hacen viajar a miles de kilómetros de aquí—; el metal de la arena lame el mar; el mar, la ductilidad imposible de la roca. La luz ocupándolo todo, “este / cuerpo mío de sombras / en la súbita luz”, la luz nombrada por José Ángel Valente. Es inagotable nuestro asombro, nos decimos, enigmático este paisaje tan capaz de sacarnos de encima el peso de la vida. “Qué poca gente para ser sábado”. “No, nena, es domingo. El domingo ese... ese... de la burra”. “¿Domingo de Ramos?”. “Ese”. Qué alegría estar aquí, nos decimos, lejos del olor a incienso y ropa nueva, lejos de la ciudad ocupada, lejos del cuentito que tanto nos cuesta desaprender. Qué alegría estar aquí, nos decimos, y no saber si ha entrado en Jerusalén o anda por el mundo resucitado.