La sartén y la patria
Oí decir en cierta ocasión que no se es de donde se nace, sino del lugar en el que hicimos el Bachiller, tal vez porque el corazón guarde en un lugar más íntimo y discreto la luz que nos alumbró aquella edad en la que no tuvimos otra patria que la que puso sus fronteras allí donde un primer beso inundó nuestros labios, tiempos aquellos en los que soñamos un primer amor, amamos un primer sueño, y escribimos unos primeros versos en los ojos donde se acunaron todas nuestras miradas, con las manos, las más abiertas de nuestro cuerpo, que acariciaron en la estrechez de un abrazo toda la inmensidad del Universo. Es la época, nunca olvidada, en la que en el primer paquete de cigarrillos anotamos las coordenadas de un mundo menos puñetero.
Bien es cierto que nada más nacer nos abofetean las nalgas con la aviesa intención de arrancarnos las lágrimas que certifiquen que estamos vivos, pero es en los años del Bachiller cuando aprendemos a tragarnos la rabia envuelta en nudos de garganta frente a la bofetada injusta que nos refrenda que pertenecemos a la vida con todas sus consecuencias y todas sus negligencias. ¡Benditos los pertinaces que se niegan a aprender en cabeza ajena reivindicando su derecho a equivocarse, pues ellos acabaran sabiendo cómo apretarse al alba el nudo de la corbata de ganarse el pan de cada día, el amor de los sábados y el vino de los domingos, sin que se les estrangule el gaznate donde la hiel destila gritos!
Hace años, concretamente el último del pasado siglo, en la inauguración de curso del IES Huarte de San Juan, de Linares, —patria adolescente de mis dos hijos—, un Alfonso Guerra en mangas de camisa, desde su estigma de fiera maldita, desde el eco del aullido del lobo estepario, desde el morbo que acarrea oír en vivo y en directo a una lengua trenzada con venas de látigo, habló de Antonio Machado a los hijos de aquellos que en 1976 no pudieron escucharlo por orden gubernativa, y recitó, veintitrés años después, los versos de don Antonio, los de amor, los de muerte, alguno inédito surgido del requiebro que el aire le hace a los abanicos, o aquel otro que el poeta del torpe aliño indumentario dedicara a Giner de los Ríos —su maestro y padre de la Institución Libre de Enseñanza—: “Hacedme / un duelo de labores y esperanzas”... y no dejéis marchitar la patria donde la reja del arado clava en la desnuda tierra su lanza de futuro. Quien más o quien menos guarda un Colliure apátrida, sepultura de Machado, donde el puño del político puñetero sigue exiliando la rosa del poeta. Sigamos, pues, el proverbio machadiano: “Que se divida el trabajo: / los malos unten la flecha; / los buenos tiendan el arco”. Y el que esté libre de pecado que lance sus últimos versos y, a ser posible, se trague la primera piedra. “Más [por si acaso] busca en tu espejo al otro, / al otro que va contigo” y confíale en qué boca abandonaste los labios de tus besos primeros y en qué bolsillo de aquella vieja trenca olvidaste las manos que un día acariciaron la desnudez de tus sueños imposibles.
A estas alturas de la Historia no sé, a ciencia cierta, quien puso más en las entretelas de lo que somos como pueblo, de este pueblo que ya suele llamarse España sólo cuando juega la selección de fútbol, y Estado Español cuando hablan los cien mil hijos de san Arzallus o san Pujol, pero pueblo, a fin de cuentas, al que han aportado sus sangres los moros, los judíos y los cristianos, y del que hemos mamado sus leches —las buenas y las malas— todos los híbridos que en España somos.
Los nacionalismos siguen en auge, el auge rentable del dame pan, y sobre todo dame “pelas”, y dime tonto, que diría el ínclito don Jordi en un acto inusitado de sinceridad política frente a don Aznar. Se trata, en suma, de que a cuenta de uno o varios hechos diferenciales de tal o cual enjundia histórica-cultural, todos los “estadoespañolenses” pongamos más “tela” en las carteras de unos cuantos que pueden enarbolar el mango de la sartén. ¡Siempre ha sido así!