La pirámide de Úbeda
Os saludo visitantes, veo que admiráis con placer el monumento que se erige frente a vuestros ojos. Fue levantado por los mejores artistas de mi tiempo. Eran grandes creadores que supieron adaptar a nuestro carácter el nuevo estilo artístico, que yo, años atrás, descubrí en Italia y quise introducir en esta tierra. Pocos edificios transmiten tanta armonía y hermosura ¿verdad? Su belleza se proyecta hacia la eternidad. ¿A que sí? ¿Qué decís? Ah, no... os equivocáis, no se trata de una iglesia. Es un lugar espiritual y de recogimiento, pero de otra especie. Fui yo quién financió la construcción. Su grandiosidad me pertenece. Invertí una pequeña parte de mis riquezas en su arquitectura y su decoración, y algunas de las joyas artísticas, esculturas y pinturas de grandes maestros que abarrotaban las suntuosas estancias de mis palacios de Úbeda, fueron destinadas a completar su imponente conjunto.
Debéis saber que mi nombre es Francisco de los Cobos, natural de la muy principal ciudad de Úbeda. Yo era el consejero del Emperador Carlos I, quien me tenía en grandísima estima. Sirviendo a mi señor, tuve la oportunidad de gobernar vastísimos territorios por toda la superficie del planeta mundo. Y junto al emperador Carlos viajé hasta lejanas tierras en las que supe de la existencia de grandiosas construcciones que siempre quise emular: templos, mausoleos y otras maravillas del mundo como las gigantescas moles de los antiquísimos reyes del Egipto que se elevaban hasta rozar con su vértice la mismísima bóveda celeste.
Yo he sido el hombre que susurraba al oído del más grande gobernante que vieron los tiempos. Mi voz era capaz de cambiar la faz del mundo. Yo he sido espoleador de ejércitos, delineante de fronteras, forjador de señoríos. Yo hice y deshice fortunas y miserias en las extensiones todas del imperio. Y por entrar a ocuparme de los asuntos de minería en las lejanas colonias, obtuve el privilegio de percibir, de cualesquiera metales preciosos extraídos en las Indias, una parte de su valor, con lo que mi hacienda se acrecentaba hasta límites nunca imaginados.
Yo he sido todo, y ahora soy nada. Yo era dueño del orbe, todo me pertenecía, ¿y qué tengo ahora? Un infinito túnel oscuro es mi destino eterno. Y entre tanta tiniebla no hallo el fulgor del oro y de las joyas, ni de mis incalculables riquezas. Ni la más pequeña pieza acuñada en el reino conseguí que traspasara la frontera del tránsito final. En la tenebrosa aduana fui despojado de mi entera hacienda. El que todo lo tuvo, nada fue capaz de preservar.
Sin embargo, las bellas obras que coleccioné no se marchitan como mi consumido cuerpo. Y permanece, además, escrito en piedra, un testimonio inmenso de mi grandeza.
Esta maravilla que veis frente a vosotros, queridos visitantes, la Sacra Capilla del Salvador, fue construida para rodear mi último sueño, para servir de inmensa almohada pétrea para mi descanso infinito. En mis últimos días caminaba, como ahora, escrutando las atónitas miradas de los lugareños y los forasteros que se acercaban a mirar como crecía mi sagrado túmulo. Y ahora descubro el mismo brillo de admiración en vuestros ojos, mientras tratáis de descifrar la maravilla del Salvador, mi panteón mortuorio, mi túmulo sagrado, mi renacentista pirámide de Úbeda.