La pesadilla de la cultura

15 sep 2020 / 16:42 H.
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Esta mañana se ha despertado muy alterada, la cultura, porque ha tenido una terrible pesadilla. En su sueño, ella caminaba y por algún extraño motivo todos ignoraban su presencia. Era algo parecido a lo que cuenta la película “Qué bello es vivir” cuando un ángel permite que su protagonista sea testigo directo de cómo sería
su entorno más cercano si él no hubiera llegado a nacer. Pues esa misma situación es la que ha experimentado, ella,
en su pesadilla, visitando un mundo en el que la cultura no existe porque nunca ha llegado a nacer. Se trata solo de un mal sueño, afortunadamente los teatros respiran de nuevo, y es aire limpio y
libre lo que exhalan sus telones. Con las medidas adecuadas teatros, cines, museos... están demostrando ser territorios exentos de contagios.

Y a pesar de todo, después del difícil periodo de la pandemia, su situación continúa siendo comprometida, la cultura no acaba de remontar el vuelo, y mientras viaja en un masificado transporte público preguntándose si encontrará mesa libre para almorzar en uno de los abarrotados bares del centro, la cultura tiene la sensación de que a ella se la examina con lupa, y se siente agraviada respecto a otros sectores productivos y sociales a los que no se les vigila con tanta contundencia.

Pero en fin, de nada sirve lamentarse, ya vendrán tiempos mejores, piensa ella. Aunque no puede quitarse de la cabeza la triste sensación que le ha dejado la pesadilla que acaba de tener. Ha sido un sueño un poco apocalíptico, hay que reconocerlo, pero la verdad es que ella no anda demasiado optimista últimamente y no para de darle vueltas a lo que ha visto en su pesadilla: Allí, en ese extraño mundo en el que, ella, no existe, fue a visitar un museo en el que se almacenaban objetos que llamaban la atención de la gente: ramas, huesos o piedras que por tener una forma curiosa, se exponían a la vista de todos. Y los viandantes acudían a los teatros y a los cines y se sentaban en las butacas y miraban una gran pared en la que, en lugar de una pantalla o un escenario, existía una ventana abierta de enormes dimensiones, para contemplar, únicamente, cómo se subían y se bajaban las persianas del edificio de enfrente. Y el momento más emocionante fue cuando un vecino tendió la ropa de su colada, pero en general la historia era floja y el argumento estaba cogido con pinzas.

Menos mal que al despertar, ella, la cultura, se ha sentido bastante aliviada. La realidad es muy diferente a su terrible ensoñación. Lástima que su alegría inicial se haya visto matizada por varias llamadas telefónicas (bastante frecuentes últimamente) en las que le comunicaban que se suspendía una próxima actuación porque el ayuntamiento de turno consideraba arriesgado el uso del espacio escénico, y en otra llamada le comentaban una nueva reducción del aforo de un museo.

Malas noticias que no contribuyen a mejorar su comprometida situación y que le hacen pensar que nuestra sociedad, que tiene la suerte de gozar de un inmenso legado que la cultura le ha procurado a lo largo de su historia (teatros cines y museos no son ventanas insípidas ni contenedores de insustancialidad, al menos, la mayoría de las veces), a menudo no aprecia el verdadero valor de dicho legado. La cultura no puede constituir una anomalía en la nueva normalidad.

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