La palabra de Jaén

24 ene 2017 / 11:54 H.

Jaén tiene palabra, siempre la ha tenido. Se cultivan las letras, con cierta facilidad, en esta tierra. Los huesos de tantas civilizaciones cuyos restos se nos han ido acumulando, han hecho fértil este suelo, en el que subyacen estratos de sentimientos y de pasiones y otros elementos que hacen que las raíces verbales recién plantadas en nuestras tierras crezcan firmes y frondosas. Además de olivos y de otras muchas labores agrícolas, en Jaén también se cultivan las letras. Para ello es necesario varear las ideas, para que caigan las palabras, que convenientemente molturadas en la almazara lingüística llegarán a producir el aceite de la literatura, ese precioso líquido negro que cuando se vierte sobre el blanco papel alimenta la imaginación de aquellos que lo consumen. Jaén tiene sensibilidad como la que más, pero es muy práctica, las circunstancias le han obligado a ello. Por eso cuando un hijo o un vecino le sale escritor, la pobre Jaén se echa las manos a la cabeza. Ella no le ve a eso oficio ni beneficio. Prefiere que sus criaturas se dediquen a cosas de provecho. Aunque ocurre que a veces vienen sus primas de fuera a decirle que alguno de los escritores que la provincia acogía han triunfado en la capital del reino, y ella se pone más ancha que larga y le rinde homenajes y le pone una calle y todo. Un puñado de autores insignes a los que las pulsiones de esta tierra les ha transmitido inspiración literaria, a lo largo de la historia, han mirado a Jaén a los ojos, y le han dicho cosas, hermosas, hondas, aunque ella, tan olvidadiza, apenas guarda memoria de tales palabras. El viento, tan abundante en estos parajes, arranca y arrastra las hojas de los árboles y de los libros recién caídos en el otoño de las artes, y vuelan a menudo nuestros clásicos (y nuestros contemporáneos) a nuestro alrededor sin que nos percatemos. Es una pena que los restos literarios de nuestra provincia no se puedan visitar como los arqueológicos o los históricos. Si atrajeran turistas y por tanto se pudiera dinamizar la economía con la estancia de visitantes foráneos, sería precioso poder visitar los mecanismos de unas rimas de San Juan de la Cruz, hallados intactos, aunque algo oxidados por el tiempo, flotando en la atmósfera de un convento baezano. O qué experiencia tan estupenda sería poder entrar en el interior de una metáfora que Jorge Manrique escribió a la muerte de su padre, y a la que se pudiera acceder, en pequeños grupos, en Segura de la Sierra. O qué deleite hacer una excursión a los restos recién desenterrados de una inspiración que perteneció a Francisco Delicado en Martos en la época del Siglo de Oro. Sin duda, habría autobuses enteros de turistas deseosos de hacerse un selfie, abrazados a la melancolía que rodeó a Machado en su estancia baezana. Y habría montones de visitas guiadas que explicaran las pasiones de Miguel Hernández que aun candentes se conservan de su estancia en nuestra tierra; o las risas que el bueno de Tono, plantó en sus primeros años de vida, en alguno de nuestros jardines.

Lástima que todo esto sea irrealizable, al fin y al cabo las nuevas tecnologías no han inventado nada comparable a esa experiencia inmersiva y de realidad o ensoñación virtual, que se consigue con la lectura de un buen libro clásico (o contemporáneo), en su defecto.