La memoria del obispo Miguel Peinado, una lección actual para la Iglesia de Jaén

12 feb 2018 / 10:20 H.

Hoy, lunes, hace 25 años que la Iglesia de Jaén despedía el cuerpo sin vida de don Miguel Peinado, que fue su obispo entre los años 1971 y 1988, conocido cariñosamente por todos simplemente como “don Miguel”. Falleció con 81 años en Granada, en donde vivía como “emérito”, entregado a la oración, el estudio y sus escapadas a Sierra Nevada. Su cuerpo reposa en la capilla de San Miguel, en una tumba cubierta por una sencilla lápida, sobre la que raramente faltan flores, en la que, junto a su nombre, fue grabado su lema episcopal: “Pastor Bonus”. Cuánta verdad encierran las palabras que, sobre la muerte, dejó escritas François Mauriac: “La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente”. Vaya primero mi relato personal; después las claves de su ministerio, que considero aleccionadoras para la Iglesia Diocesana hoy.

Don Miguel seguirá siendo mi obispo. Lo vi por primera vez la tarde del 29 de junio de 1971, día de su entrada oficial en la diócesis. Yo estaba entre la multitud que lo esperaba en la Plaza de las Palmeras, desde donde, caminando, llegó a la Catedral. Logré hacerme un hueco y besarle el anillo cuando se bajaba del coche que lo traía de Granada. Él tenia 59 años, yo solo 13. No podía imaginar hasta qué punto aquel granadino vehemente, de cara rojiza, gesto nervioso y mirada limpia, marcaría mi vida. Volví a verlo en junio de 1975, cuando lo visité para solicitar mi ingreso en el Seminario Mayor en octubre de ese mismo año. Desde entonces, y hasta pocos meses antes de su muerte, su figura y enseñanza me acompañaron, primero en mis años de formación, después en mis primeros cinco años de sacerdocio y siendo ya emérito, en mis visitas a Granada, la última en un almuerzo que en la carretera de la sierra compartimos junto con mi buen amigo Andrés Borrego. Su cercanía, ejemplo y enseñanzas marcaron las casi dos décadas que nos tratamos. De esos años traigo el recuerdo, por lo significativo de las circunstancias que lo rodearon, de mi ordenación sacerdotal. Estaba previsto que, en junio de 1982, fuéramos ordenados cuatro diáconos, entre ellos yo. Rechazamos la oferta de ser ordenados por Juan Pablo II en Valencia, con motivo de su primera visita a España. Queríamos ser ordenados por el obispo que marcó en nosotros el amor a la Iglesia diocesana. Lo visitamos y, emocionado, aceptó nuestra propuesta para celebrarla el domingo, 20 de junio, por ser ese día el aniversario de su consagración episcopal. Dos días antes, un proceso gripal grave lo obligó a guardar cama y, dada la situación, el arzobispo de Granada, don José Méndez, accedió gustoso a ordenarnos. Nuestra sorpresa fue cuando aquella calurosa mañana vimos entrar en la catedral a don Miguel, dispuesto, con rostro demacrado, fiebre alta y cuerpo débil, a conferirnos el sacramento del Orden Sacerdotal. Nunca olvidaremos la fuerza con la que pronunció, al final de la homilía, la frase: “vogad mar adentro. No tengáis miedo”. Aunque solo fueron cinco años los que viví mi sacerdocio siendo él obispo, don Miguel será siempre mi obispo, sin que ello suponga desdén, desprecio o merma de afecto a sus tres sucesores.

Cinco huellas profundas que dejó marcadas en la Iglesia de Jaén. Hay algo que debe tenerse en cuenta antes de esbozar las claves principales que marcaron su ministerio y que aún perviven nutriendo y alimentando a esta Iglesia diocesana. Me refiero a cómo fecundó su figura humana, creyente y sacerdotal a esta Iglesia diocesana en tiempos difíciles, enseñándonos a vivir, además de un apasionado amor a Jesucristo y su Iglesia, el quehacer pastoral desde la sencillez, la alegría, la pobreza y la confianza, cuya fuente la encontró en la oración personal y comunitaria, vivida esta en la liturgia de forma “pura, sencilla y sincera”. Enuncio las claves con expresiones tantas veces repetidas y escuchadas.

1. “El único Plan Pastoral que debe tener siempre la Iglesia está contenido en un solo nombre: Jesucristo, El Señor”. Como “gato escardado” huía de las planificaciones pastorales escritas en papel y de formulas pastorales de laboratorio.

2. “Para anunciar el Misterio de Jesucristo solo se necesita una boca que lo proclame, un oído que lo escuche y un suelo real para que el mensaje no se lo lleve el viento”. Hizo de la catequesis y de la formación de catequistas uno de los ejes fundamentales de su ministerio. A los sacerdotes les enseñó la importante necesidad de dedicar tiempo para preparar las homilías; y hacerlo rezando, conociendo la realidad de cada pueblo y acudiendo a las fuentes patrísticas y conciliares.

3. “Toda la vida cristiana ha de girar en torno a la Misa del Domingo, fuente, camino y meta de la Iglesia”. Cada domingo presidía la Misa de diez en la catedral. Solo faltó dos veces; una, cuando murió su madre; otra, por estar en Roma en Visita Ad Limina. El dato es importante en unos tiempos en los que el ministerio está contagiado por la prisa.

4.“ La Iglesia tiene que estar con los pobres, sin protagonismos ni zarandajas. Además ha de empezar siendo Ella misma pobre”. Dedicaba las tardes de los domingos a visitar a enfermos, como hacía cada vez que visitaba un pueblo. No sabía de dinero. Con los años hemos idos sabiendo de su silenciosa generosidad en geografías concretas de la pobreza de Jaén.

5. “Con vosotros soy sacerdote; para vosotros soy obispo”. Celebraba en el Seminario, diariamente, la Eucaristía, se guardaba una semana al año y un día al mes para estar con los seminaristas, bien rezando o bien de excursión a la sierra. Cada vez que visitaba un pueblo no dejaba de saludar en sus casas a los padres de los seminaristas. Pese a las criticas, suprimió el pago de matricula y pensión en el Seminario, dejándolo a las posibilidades de cada familia. “Los padres ya han pagado entregando a sus hijos para el sacerdocio”, decía. Y el trato con los sacerdotes era profundo y fraternal. En cada pueblo que visitaba cenaba
en sus casas y con sus padres, a quienes conocía y trataba personalmente.

Acabo con las palabras que escribió en 1975, prologando “Exposición de la Fe Cristiana” el teólogo Martin Palma: “Los que, pasado el tiempo, vuelvan la cara atrás sobre nuestra crisis (Iglesia), se sorprenderán de lo extraordinariamente alerta que estuvieron algunos pastores (refiriéndose al autor del libro, don Miguel) cuando se cernían los días de la tormenta empírica”. Esos días ya llegaron y las enseñanzas de aquel gran obispo están siendo para quienes estamos marcados por su estilo, alimento fecundo en tiempos inciertos.