La máscara de Trump

13 jun 2020 / 10:55 H.
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Donald Trump es el último reducto de la frustración. A Trump lo votaron muchas personas con la vida abierta en canal. La democracia tiene, claro, sus perversiones como sistema político, y una de las principales consiste en que las víctimas pueden elegir a través del voto a sus verdugos. La historia reúne algún doloroso y sangrante ejemplo de ello. Manuel Vicent ha escrito recientemente que sin pensamiento da igual la sintaxis. Trump no tiene pensamiento ni, por supuesto, sintaxis. Se trata de un tipo que actúa desde desconcertantes impulsos emocionales condicionados permanentemente por el interés. Trump sabe, sí, hacer dinero, tal vez desde una perspectiva carente de escrúpulos, pero lo ignora todo sobre la política que, por definición, es una actividad noble de dedicación al servicio de los demás. El actual presidente de Estados Unidos inició su mandato con el decidido propósito de construir una gran muralla que separase su país de México. El sistema, que a lo largo de décadas ha generado importantes recursos para salvar su propia supervivencia ante ataques internos o externos, el sistema, decíamos, ha logrado esquivar las envestidas de Trump, hasta que las calles se han incendiado de indignación debido al asesinato de George Floyd, víctima de un despiadado guardia de gesto rudo y homicida.

Norteamérica se halla en una posición dificilísima. China puede arrebatar en breve a EE UU el privilegiado lugar de primera potencia del mundo, y Estados Unidos se enfrenta a una crisis económica descomunal derivada de la pandemia por la covid-19. EE UU se encuentra gravemente herido en su economía y, sobre todo, en su prestigio. Un país que tradicionalmente ha basado sus pilares en la confianza en sí mismo, ahora duda. El 3 de noviembre se celebran allí unas elecciones presidenciales tan decisivas como de resultado incierto. Joe Biden, el candidato demócrata, vende una vuelta al pasado y quiere recuperar “el alma de la nación”. Pero Biden deberá afrontar su falta de carisma y, de nuevo, ahuyentar el estigma de ser el candidato del “establishment”, aunque, esto último, tenga menos peso en él que en su día en Hillary Clinton, a quien los norteamericanos terminaron percibiendo demasiado perfumada de Wall Street. La campaña presidencial de Biden, hasta la irrupción de la epidemia, se basaba en dos pilares esenciales: elegibilidad y Obama. El primer argumento defiende que solo él puede derrotar a Trump. El segundo supone, entre otras cosas, la llamada al recuerdo de un hombre eminentemente honesto, Barack Obama, frente a lo que después ha significado Donald Trump. La fecha electoral se aproxima envuelta en incertidumbre. Hay analistas que aseguran que incluso los disturbios raciales pueden beneficiar a Trump. Porque todo es susceptible, efectivamente, de empeorar. El mundo vive con el corazón encogido repleto de inquietantes incertidumbres en el universo post pandemia. Trump supone, sin embargo, una certeza: La de que si finalmente sale reelegido como presidente todo irá a peor. Trump ha hecho avanzar su agenda antinmigrantes hasta que las protestas han llegado hasta la misma puerta de la Casa Blanca, como no se había visto nunca. Pero ahí sigue ese extraño hombre del flequillo color rosa, erre que erre. “La crisis sanitaria es por un virus chico”, ha afirmado. Sin remedio.

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