La luna y la tierra plana en el olivar

20 nov 2016 / 11:34 H.

Las hachas para la corta, afiladas cuidadosamente en el asperón, colgaban en la pared de la cuadra con su mango largo, fino y curvo, como la cabeza de un flamenco coronando el cuello. Igual que las hoces y el biergo de madera para ensartar la paja. Entre el patio con suelo de cemento y la cuadra apenas había cinco metros. Su habitante era un borrico de buen porte dueño de un pequeño pesebre. Miguel le ponía la jáquima, la albarda, lo cinchaba y terminaba cruzándole el serón de esparto por el lomo. Allí cabían los manteos de lona blanca y cruda, como grandes y pesados jirones de la vela mayor de un barco; las piquetas para varear, la criba, los sacos, esportones y esportillas para la recogida; incluso la cántara de agua y la talega a cuadros.

La noche era cerrada cuando los aceituneros, la gente del olivar, se ponían en marcha hacia los tajos. Un éxodo a media luz desde las casas a los tajos a partir del 8 de diciembre, con las bocas echando tanto vaho como humo las chimeneas en los tejados. El humo que desprenden los troncos de olivo ardiendo en las chimeneas perfuma el aire frío de la noche con un olor inconfundible. Ha comenzado la aceituna, la campaña, a las puertas del invierno. En las almazaras hay un fuerte olor a aceituna recién prensada.

En aquellos tiempos de piquetas nadie salía al campo ni recogía una aceituna antes de diciembre. Hoy, el debate sobre el primer aceite lo suelen saldar los fundamentalistas, viejos o jóvenes, apelando a una ley no escrita.

–Aquí no se abre el molino antes de La Concebida.....

En aquellos molinos de prensa los molineros abrían su panete y lo acercaban a los capachos por los que chorreaba el zumo de la aceituna recién prensada, sólo para paladares fuertes. Era un trabajo duro, aunque más expuesto el de la recolección en el tajo, por el frío y las heladas. Miguel se ponía una gruesa pelliza. Lo mismo que Florencio, un manijero menudo, curtido por los años. Caminaba sin parar desde la criba a la cuadrilla de vareadores y de ahí a la de las mujeres que arrodilladas en torno al olivo recogían la aceituna moviendo manos y esportillas con mucho oficio, tanto como el del manijero, que las arengaba.

– ¡A dos manos niñas, que a una el aceite amarga!

Ellas murmuraban, incluso respondían con su santo y seña.

–Aceituneros de pío, pío... ¿Cuántas fanegas habéis cogido? Una de agua y otra de frío....

Cuatro o cinco olivos más allá, Serafín y Bartolo se miraban con gesto de complicidad. Dos vareadores veteranos. Bartolo era mocico viejo y no tenía pensamiento de dejar de serlo.

– ¿Cuándo te vas a echar novia?–, le gritaba desde su olivo María.

–El buey solo bien se lame–, contestaba lacónico con media sonrisa irónica y el cigarro en la comisura de los labios.

Bartolo se ocupaba principalmente del coronamiento de aquellos olivos altos e iba armado para esa guerra. Su piqueta era una pértiga de competición, larga como un día sin pan y gruesa en su base como un bate. Serafín era cabrero y aceitunero. Bajito y fuerte. Pelo gris y ralo en la cabeza, que cubría con una gorra de paño. Parecía estar siempre sonriendo. En realidad entornaba los ojos y abría ligeramente la boca mostrando una hilera de dientes firmes y blancos para atender todo lo que sucedía a su alrededor. No era de muchas risas.

Bartolo llevaba la comida en un macuto y Serafín en una talega. Básicamente el avío era idéntico. Un bollo de pan grande, o medio panete; aceite, sal, tomate, bacalao, chorizo y quizá queso. Tal vez una fiambrera de aceite y vinagre. Beber, agua de la cántara. Y así la mayoría, salvo un estudiante que estaba en el tajo de paso y cometía la extravagancia de llevar una botella de cerveza en el macuto. Y guantes para evitar los callos. Bastó una mirada y un comentario de Bartolo para que al segundo día los dejara en casa.

– Aquí sin guantes, que la piqueta se escurre. Y que no te vea el manijero.

El estudiante iba tras ellos, aprendiendo a peinar los olivos, no a castigarlos a palos. Bartolo le seguía la conversación y Serafín callaba, como Antonio, el quinto de la cuadrilla. El cuarto era Florencio, un cartujo del olivar, serio y formal. Quemaba como nadie los haces de ramón entre las claras de los olivos, soplara o no el viento. Y un día Serafín tuvo que poner cordura entre tanto desatino de conversación, sobre la luna y la tierra. Sostenía el estudiante lo que debía; Bartolo dudaba, Antonio y Fulgencio callaban.

–¿Pero hombre y para eso te sirven los estudios? Eso del viaje a la luna es un invento de la televisión para ganar dinero–, dijo con los ojos entornados y la boca abierta.

El asunto derivó por otros caminos de la ciencia y de la luna aterrizamos en la Tierra.

– ¿Que la tierra es redonda?–, dijo sonriendo ya abiertamente y sin dar crédito.

– ¿Y cómo es entonces....?

– ¿Cómo va a ser? Plana como esta tierra–, dijo sin dejar terminar la pregunta.

Sencillo y bondadoso, Serafín no entendía cómo alguien que leía libros, cuando menos, fuera contra la lógica aparente. Cambió el tercio y todos siguieron vareando, porque el manijero, con criterio, podía pensar que donde se habla mucho se trabaja poco. Serafín era, o es, sabio en su materia. Si decía que iba a llover, llovía; si aseguraba que iba a escampar, dejaba de llover; si le advertía al del hombre en la luna y la tierra plana que fuera cuidadoso y moviera la piqueta sesgada sobre la salida la rama y no contra ella para no romperla, caía la aceituna limpia al manteo con apenas cuatro hojarascas. Volvieron a verse al año siguiente y luego nunca más. Y jamás volvieron a hablar de viajes espaciales o de física. Sólo del campo, de olivos y de aceite, del agua y del barro. Y en el remate, agua de la cántara y vino blanco peleón.

De Miguel, que tenía cuadra en su casa, a Serafín medió lo que del borrico de buen porte al tractor y al 4x4; de la criba a la sopladora; del manteo a la tela de araña desplegada en torno al olivo; de la piqueta a al vibradora; de la prensa y los capachos a la pieralisi; de los aljibes a los depósitos de aluminio bruñido; de los libros de contabilidad al sistema informático; de la lata al vidrio; de la peseta al euro.

Sigue la gente del olivar comenzando el día de noche. Ya no ganan 7 pesetas, si no poco más de 50 euros. Las mujeres cobran lo mismo que los hombres. Las cooperativas envasan y registran marcas y tenemos más olivos, 66 millones plantados. Las hachas han desaparecido de la pared, las hoces no tienen trigo que segar ni el biergo paja que arrimar al pesebre. Ni borricos, ni mulos camino del tajo con la silueta de un perrillo sentado sobre sus patas traseras en el serón. Pese a todo, Serafín, la luna está al alcance de la mano y la tierra es redonda. El olivo es el mismo y el aceite y su mundo han cambiado. La revolución llegó con las máquinas y los ordenadores, con los nuevos materiales, por los nuevos mercados. Aquel olivar de la cuadrilla de Serafín se ha ido, pero cierta esencia de su espíritu se resiste. Persiste la alergia a federarse, a la transferencia en la gestión que frena secularmente la incorporación de especialista de mercado, a la marca, incluso a envasar. Décadas después de la entrada en la UE, con luces y no pocas sombras, se sigue debatiendo sobre los mismos retos del olivar jiennense, que no acaba de dominar un mercado, el del aceite de oliva, del que es líder en producción. Industriales privados están marcando el camino, con acierto, desde hace años, pero el sistema cooperativo avanza lento como las caballerías por los caminos embarrados que llevaban a los tajos de las fincas.

Algunos de aquellos olivareros no pudieron ver, por ejemplo, la exhibición de fuerza de Jaén en Bruselas. Cuatro mil de sus hijos y nietos marcharon hacia Berlaymont cuando la Comisión de la Unión quiso primar el árbol y no el aceite. Y cuando decenas de miles colapsaron las calles de Jaén por el mismo motivo. El reto de aquella OCM sacó a la calle a los que viven del olivar y del aceite de oliva, que es tanto como decir a pueblos enteros. La amenaza entonces era la casa europea que nos acogía, los italianos y sus aforos de cartón, además de sus envasadoras. Hoy pueden ser los chinos, como hemos podido leer en este periódico, o tal vez mañana. Serafín hubiera dicho, o estará diciendo si se lo han contado, que en China no se pueden plantar olivos. Habría entornado los ojos y abierto la boca con gesto inequívoco de reprobación y asombro. No es posible. Y sin embargo, la tierra es redonda y un americano pisó la luna.

La gente del olivar también ha cambiado, y su arquitectura. En los tajos se escuchan otros acentos, de otras tierras. En realidad es un viaje curvo en el tiempo. Fenicios, griegos y romanos transitaron con el olor del aceite por el Mediterráneo, incluso por la ruta del estaño. El mar de ánforas se ha quedado pequeño. Pero entonces era el mundo conocido, como el de Serafín, de punta a punta de la campiña, desde Cazalla, a La Torre Alcázar, Piedra, Montegallo, Casería de San Antonio, Torre del Allozar o Platero. Los cortijos, aunque no todos, pespuntean el bosque con sus ruinas. Caseros y caseras recuerdan aquellos días. Fue su vida, dura, pero su vida al fin y al cabo. Desde vísperas de Navidad hasta Semana Santa. Miles, como ahora los portadores de esos nuevos acentos (norteafricanos y subsaharianos, o de los países del Este europeo), salían en mayo para Francia y regresaban en octubre: vendimia, remolacha, fruta, habicholilla. Con la casa a cuestas y los niños. En menor medida siguen saliendo cuando ya no hay baños que alicatar y paredes que enyesar.

Pedro y Juana tenían dos y cuatro años cuando salieron para Francia con sus padres. Dejaban la escuela, a los otros niños, el pueblo. Y mil casos más. También eran hijos del olivar. ¿Quién dice que no trabajaba aquella gente, que no era decidida, valiente, con aguante, fuerte? No se quedaban durmiendo la siesta, ni sentados ociosos en el banco de la plaza del pueblo. A Francia, a Alemania, a Suiza, al Maresme catalán, o a los cinturones industriales de sus grandes ciudades. No sé si a ellos, y a los que les han sucedido, se les puede decir que otros compatriotas les financian la sanidad o la educación. Lo cierto es que fueron muchos los que perdieron salud y otros educación en sus migraciones de trabajo. Y también es cierto que fueron protagonistas de cambios y de progreso, no una rémora sin cualificación profesional. Vivieron en la más pura modestia y ofrecieron una extraordinaria fuerza de trabajo desde una tierra plana de cuyos confines se atrevieron a salir para buscarse la vida y mejorar la de otros.

Pedro tenía dos años. Sus hijos no han tenido que pasar por lo que él y su hermana y otros miles de niños hijos de aceituneros. Hoy va a su olivar en un todoterreno, a la corta con motosierra, guantes y gafas protectoras. Se gana bien la vida. Su padre empezó cortando con hacha y nunca tuvo olivos.

Aquellos eran los andaluces de Jaén, aceituneros altivos, que trabajaban los olivos sobre sus piedras lunares y que vieron cómo Jaén se levantó con todos sus olivares para no ser exclava de una directiva diseñada por un alemán que tuvo la osadía de morder una aceituna directamente del olivo creyendo que se comía. Aprendió la lección con el primer mordisco. Años después, aquel comisario, Franz Fischler, se justificó en en este mismo periódico echándole las culpas a un consejero de la Junta de Andalucía, el de Agricultura. Paulino Plata era su nombre. No le avisó. La ministra estaba en la escena. Vino a Jaén intentando apagar el incendio de aquella OCM (Organización Común de Mercado) y no lo consiguió. Se llamaba Loyola de Palacio.

Entonces no existía Dcop, ni Jaencop, ni Geolit, ni la fiesta de primer aceite, ni ciertos restaurantes tenían carta de aceites que te dan a degustar antes de comer, ni el helado de aceite, ni el paté de aceituna. Sí existía Expoliva y sus jaimas cerca de la plaza de toros. Pero tuvo un gerente que venía del mundo del vino, Pau Roca, un jovencito al que miraban con recelo cortándole un traje a medida. He leído recientemente que está al frente de la Federación Española del Vino y acaban de cerrar una cuerdo estratégico con Canadá tras una década de negociaciones. Aquí, en Jaén, duró sólo una edición de nuestra feria. Serafín entornaría los ojos, dibujaría una media sonrisa, se ajustaría la gorra de paño y, sin dejar de varear, diría:

– ¿Un catalán con nuestros olivos? Lo que me quedaba que ver...