La liturgia de la muerte

22 abr 2020 / 16:29 H.
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Tenemos derecho a saber lo que pasa. Somos mayorcitos como país y como pueblo y estamos dando prueba de ello. Habrá quien piense que es mejor callar o esconder. ¿Es que hay que temer a la verdad? ¿Desde cuándo? No se trata de culpar ni de exculpar a nadie. Pero primero la verdad. Y más que la verdad, que suena filosófico, la realidad, que es más claro. Y luego ya se analizará lo bueno y lo malo que cada cual haya podido hacer, sin dudar de la buena voluntad de nadie.

Hay un escritor que nunca acabó de gustar a los ortodoxos de lo taurino, no ya por ser extranjero sino, entre otras cosas, por la frescura y contundencia que se gastaba contra aquellos comportamientos de intervinientes de la fiesta que consideraba abusivos, engañosos o reprochables. Ernest Hemingway volvió a España después de pasar tres guerras, incluida la nuestra, como reportero en el frente. Nos podemos imaginar lo que este escritor pudo ver en aquellas batallas, cuerpo a cuerpo y trinchera a trinchera bajo el bombardeo de los aviones. Le atraía la manera de entender la vida de los españoles, que amándola como los que más, y aunque pudiese parecer paradójico, no solemos —o no solíamos— esconder la muerte por considerarla parte fundamental de la propia vida. Lo cuenta sin pelos en la lengua en su obra “Muerte en la Tarde”, un ameno ensayo taurino que llevó al mundo entero el lenguaje, el sentido, las liturgias, la grandeza y los aspectos internos más desconocidos de la Fiesta. Una obra recomendable para neófitos taurinos porque está escrita desde la perspectiva de alguien que se acerca a conocerla sin saber absolutamente nada previamente, lo que implica estar libre de tapujos y de tópicos que tanto estorban en la didáctica de la tauromaquia. España, decía, era el único lugar del mundo donde podía ver —volver a ver— y estudiar el espectáculo de la muerte en directo. Así de claro y así de crudo. Hoy eso nos puede parecer cruel, como la corrida se lo parece a algunos, y como desgraciadamente lo es en algunas ocasiones —no lo voy a negar— pero la realidad sigue siendo esa. La muerte no disimula. Nosotros sí la simulamos, y con demasiada frecuencia y de mil maneras, en el cine o en la tele. Pero la muerte cuando viene de verdad se muestra tal cual es. En el hospital, donde la ven los médicos, en las guerras del mundo donde siguen cayendo soldados y civiles destripados, en los atentados terroristas de bombas en pecho o tiros en la nuca, en el hambre donde siguen muriendo niños a mansalva mientras vemos las noticias comiendo pipas como en el cine.

Queremos evitar la muerte de los animales y no vemos que aquí mata todo el mundo, incluidos los animales, por supuesto. La muerte, y el dolor que produce la muerte, forma parte de la vida. Ocultar a nuestra vista esa realidad es debilitar a la sociedad. ¿Qué van a recordar nuestros niños de esta pandemia? ¿Los aplausos desde la ventana? ¿Es serio que mientras médicos y demás personal se juegan la vida para intentar salvar la de otros que están cayendo como moscas nuestras televisiones sigan emitiendo —y nosotros viendo— programas como La Isla o el limón, el naranja o el tomate donde la miseria humana se expone cruda y a lo basto o miserablemente refinada? Muchos de nuestros jóvenes no han visto “El Alcalde de Zalamea” o “Fuenteovejuna”, por poner un ejemplo. Y muchos de ellos, —por qué no decirlo— tampoco han visto ni una sola corrida de toros donde un hombre se juega la vida delante de un toro, sencillamente porque hay quien quiere “proteger” su sensibilidad. La huida de la realidad solo puede traer una sociedad remilgada, “churubita” y cobarde. Menos mal que a día de hoy sigue habiendo gente que hace vocación del enfrentamiento directo con ella.

La muerte tiene su liturgia para que los vivos reconozcan el mérito de los muertos. Aunque luego viene también la vida eterna para el creyente y la vida de la fama que cantaba Jorge Manrique en sus coplas. Esa que, a título póstumo, otorga al muerto el prestigio o el desprecio de sus congéneres. La muerte es también una prueba. La prueba final en la que el hombre, puede mostrar su gallardía, su nobleza, su capacidad de sacrificio, o su arte. El arte de morir, si puede ser, creciéndose en el castigo. Como el toro con su bravura. “Como el toro he nacido para el luto y el dolor... Como el toro”, escribía Miguel Hernández, que admiraba el valor en la batalla, aunque fuera el de sus enemigos, tanto como despreciaba la cobardía, aunque fuera entre sus amigos.

No escondamos la muerte ni nos escondamos de ella. No digo de poner un “gran hermano” en los hospitales, en las morgues y en los cementerios al modo de esos programas indecentes que se siguen viendo en estas
fechas. Pero sí hay que mostrar su cara y el dolor que produce. ¿Qué van a contarle nuestros niños a los nietos aparte de lo de salir al balcón a aplaudir? “Papá , tú viviste aquella epidemia, ¿murió mucha gente, los viste morir? No. Ni al abuelo pude verlo. Ni el abuelo pudo vernos”. Hagamos visible para ellos la realidad de la tragedia, aunque se a través de la liturgias correspondientes. Y cada pueblo tiene las suyas. Es algo que tenemos pendiente.

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