La indiferencia de lo cotidiano

    14 ene 2023 / 17:47 H.
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    Cuando el rumor de una guerra empieza a formar parte del paisaje somos capaces de asimilarlo, de convivir con el dolor y la destrucción como si se tratase de una noticia más. Pedía la canción “que la guerra no me sea indiferente; es un monstruo grande y pisa fuerte la pobre inocencia de la gente” pero corremos el peligro de que solo sea un estribillo. A nuestra historia como civilización me remito: Guerras Médicas, Púnicas, De los cien años, De los seis días, De la Rosa, Primera y Segunda Mundiales, Congo, Boers, Crimea, Indochina, Vietnam, Irak, Siria, Afganistán, Bosnia, Ruanda, Kosovo, Secesión, Sucesión, Civil española, Balcanes, la Revolución Rusa, la China o la Cubana. Tenemos listados interminables de enfrentamientos de todo tipo, en todas las épocas, con toda clase de armas incluyendo desde el cuerpo a cuerpo a la casi hecatombe nuclear. Somos especialistas en destruir y destruirnos. La ambición de algunos nos lleva a todos al desastre. Una y otra vez. Sin pausa. Sin descanso. Incluso cuando hubo algo así un como un forzado intermedio en las hostilidades lo llamamos “Guerra Fría”.

    Las ideologías y las economías mandan y hacen saltar sangre de inocentes. A pie, a caballo, en carros de combate, en cazas, en submarinos... No importa el modo ni el medio. Solo la meta final: conquistar, matar, triunfar. Y, al trasiego de balas, sangre, dolor y desolación, unimos el lento y progresivo desapego de los noticiarios de actualidad. Según conviene el eco de la guerra puede tapar tales o cuales desafueros propios o éxitos del contrario y así el dolor ajeno se va transformando en noticia caducada, en rumor lejano que apenas nos va interesando recluido en el olvido que ya no copa las primeras páginas ni los titulares. Lo cotidiano sepulta a lo que ya tiene el halo de lo atrasado. Los muertos siguen muertos y ya no generan suficientes noticias.

    No hemos sido capaces de descubrir el remedio para enfermedades difíciles, pero nos hemos sacado de la manga armas de destrucción nuclear que pueden alcanzar miles de kilómetros y destrozar países enteros. He ahí nuestra capacidad de invención, de dañar y de dañarnos, de asesinar fríamente a un semejante, o a miles de ellos a los que ni conocemos, con solo pulsar un botón.

    Alguien dijo que, si hay una tercera guerra mundial, en la cuarta regresaremos a la casilla de salida y nos reencontraremos con ese hueso que Kubrick nos enseñó en “2001, odisea del espacio”, como arma primigenia. Lo perverso de esta posibilidad es que nada importa a quienes pueden provocarla. O, al menos, esa es la postura que manifiestan ante el mundo que los observa con una mezcla de incredulidad, pánico y desesperación.

    Putin invade Ucrania y el sonido de los misiles llena los telediarios, aunque cada vez, como hemos comentado, con menos intensidad fruto, quizá, de la indiferencia de lo cotidiano. Solo la economía de nuestros “bolsillos” y la posible falta de gas para calefacción en el frío invierno parecen hacernos reaccionar. No olvidemos otra estrofa de la misma canción: ¡Que el dolor no me sea indiferente! ¡Que lo injusto no me sea indiferente! ¡Que el futuro no me sea indiferente! Y termina invocando a ese final que no debería encontrarnos sin haber hecho lo suficiente por quienes nos rodean. Esperemos que no sea un misil quien nos lo impida.

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