La Fisiognómica

    03 jun 2019 / 09:45 H.

    La Fisiognómica es el estudio del carácter a través del aspecto físico y, sobre todo, del rostro del individuo. ¿A qué deseo humano responde esta técnica o este saber? ¿Qué fundamento tiene? Por múltiples razones, el hombre siempre ha querido saber lo que sentía y pensaba el otro, y esa es la aspiración que está en la base de la Fisiognómica, cuyo fundamento consiste en la relación entre el interior de la persona, su dimensión psicológica, con su exterior, su dimensión física. A la primera solamente tiene acceso directo el propio individuo. Si yo estoy alegre, yo siento mi alegría, pero, a no ser que la comunique oral o gestualmente, nadie podrá saberlo. El camino para llegar al interior del otro es justamente su exterior. El camino, pero también a veces el obstáculo: Si yo estoy alegre, puedo fingir que estoy triste. Con esto llegamos a la mentira, y con ella a la versión actual, si no me equivoco, de la Fisiognómica: La comunicación no verbal. Pero, antes de nada, empecemos por el principio.

    Cuenta Cicerón que en una ocasión un tal Zópiro, que se preciaba de conocer el interior de las personas a través de su aspecto externo, dijo tras examinar a Sócrates que éste era torpe, estúpido y aficionado a las mujeres. Los que se hallaban presentes rieron por lo que les parecía un mayúsculo desatino, pero Sócrates defendió al fisiognomista diciendo que, en efecto, tenía esos vicios, pero que los había vencido mediante la razón. De no mucho después de esta escena data el primer escrito conservado sobre la Fisiognómica, de aire aristotélico aunque no del mismo Aristóteles. Desde entonces, este estudio ha tenido una agitada historia.

    Ligada a veces a prácticas como la astrología o la quiromancia, otras se ha nutrido del espíritu científico de la modernidad. Se ha relacionado con el arte, que precisaba saber cómo expresar los estados de ánimo (un ejemplo es Le Brun, el pintor de la corte de Luis XIV) o con la criminología, que quería adivinar en los rasgos de los rostros la condición delincuente de los hombres (así, Lombroso). En su seno ha habido distintas corrientes: una era rígida, y pretendía listar una serie de signos exteriores que se correspondían con rasgos interiores, como cabello abundante con lujuria, cara pequeña con astucia, tendencia a la pendencia y presunción, etcétera. Otra buscaba una correlación entre caras humanas y animales, de modo que podríamos saber el temperamento de una persona según su parecido con un animal determinado, habida cuenta de que a cada animal le atribuimos unas cualidades morales: El cerdo es perezoso y sucio, el león, por su parte, valiente. Y una tercera se fijaba en el movimiento corporal, en los gestos, como medio de acceder al interior de una persona. Esta corriente es la más fructífera, y Feijoo, con su abrumador sentido común y su fino humor, la defendió frente a las otras dos en su Teatro crítico universal. La llamaba “nuevo arte fisionómico” y decía que esta materia exige dos cosas que a él faltaban: “Mucho comercio con el mundo, para hacer observación en muchos individuos; y mucha reflexión para cotejar la señas con los significados”.

    Lo que le faltaba al religioso erudito lo ha tenido un norteamericano dos siglos después: Paul Ekman. Profesor de la Universidad de California (San Francisco), se ha dedicado a averiguar cuándo alguien miente con esta metodología.

    Hace décadas realizó un experimento en el que una estudiante de enfermería, tras ver una horripilante película (Ekman tenía ciertos reparos por el carácter de la cinta, así que eligió personas que, al fin y al cabo debían acostumbrarse a ese tipo de cosas), tenía que mentir sobre su contenido. Como previamente ya había descrito algo alegre tal y como lo había visto, podían compararse ambas descripciones y encontrar las diferencias entre las expresiones de nuestro rostro y nuestro cuerpo cuando decimos la verdad y cuando mentimos. Una serie de televisión, “Lie to me”, da cuenta de sus hallazgos en el mundo de la mentira. Aunque, a mi juicio, hay todavía algo más fascinante y que también puede ser detectado: El autoengaño.