La fiesta del aceite

    11 nov 2022 / 17:19 H.
    Ver comentarios

    Me perdí cuando ya estaba salvada./ Sentí que el mundo me dejaba atrás/... La próxima ocasión quiero quedarme. /La próxima ocasión para ver cosas/ que el oído no ha oído/ ni vio el ojo jamás./ La próxima ocasión ya no me iré” (E. Dickinson).

    Soy testigo, vecina de un antiguo molino en Jaén y de ese exquisito e inconfundible olor, algo amargo, como a hierba verde, perfume característico de los noviembres de Jaén. Hace apenas dos años visité un actual molino de aceite y no me resultó asumible, porque era todo él un enorme conjunto, muy compacto, de máquinas con piezas que funcionaban conjuntamente y no me produjo emoción alguna; aquel gigantesco engranaje podría ser igualmente para conseguir piezas de otros artilugios o artefactos.

    Comparé el impresionable conjunto de edificios y sus contenidos con la antigua prensa elemental o gran recipiente redondo sobre la que se vertían las aceitunas verdinegras desde las espuertas de esparto que venían de los trojes o grandes cavidades en el suelo a la gran copa que descendía a la vieja presa por un tubo, allí las aplastaban tres enormes rulos piramidales, de base circular, que giraban alrededor del gran eje central; desde allí iban hechas jugo pastoso hasta los pozuelos o grandes depósitos en el suelo en los que se asentaba la masa en el fondo y quedaba arriba el líquido, nuestro preciado aceite verde, tan exquisito aun sin filtrar.

    He estado 43 años fuera de esta tierra, de sus crestas azules y la ciudad acostada en sus laderas, como un gran lagarto al sol, entre blancas casas derramadas, sin los lirios en las laderas del cerro de la Mella, sin los verdes cenicientos de la oliva, sin el tacto bronco de sus viejos troncos retorcidos, sin Jabalcuz al fondo, gigante gris con el gran ojo del sol implacable presidiendo los días tensos, monocordes, rota por lo gritos de los grajos en las noches calientes de grillos y luceros. Todo lo que vi fuera, los más bellos paisajes, me parecieron siempre un decorado.

    Sí, he vuelto a mis raíces, para quedarme y seré abono o luciérnaga, de tú a tú mi ciudad y mi soliloquio, en el encuentro armónico entre la parte y el todo, hasta quedar inundada de resplandor dorado, de horizontal malvas o azules, y hondonadas de olivos infinitos, como una madroñera acunando el espacio.

    Han sido insuficientes los lugares en los que se han instalado tantas casetas, que ofrecían en la ciudad por la feria del primer aceite, este domingo último. Se apilaban las casetas unas con otras contraponiéndose en la plaza de la Constitución y extendiéndose hasta el paseo de la Estación (¡qué pena que no se hubieran asentado a lo largo de todo él!) y no pude acercarme para conocer el contenido en cada una de ellas, tal cantidad de gentes había, ¡qué exitazo! También en Bernabé Soriano era imposible transitar con holgura, fue una fiesta grande.

    Este domingo lleno de bulla, de vida,
    que obvié por excesivo e intenso me recordó que el tiempo pasa, menos para el eterno,
    imperecedero, interminable olivo y su
    insuperable jugo verde para nuestro pan
    de cada día.

    El olivo es como nuestra verdadera naturaleza biológica, que somos incapaces de modificar a nuestro antojo, árbol sufrido ante los avatares climáticos, perseverantes aguantando generación tras generación en terrenos a veces áridos. “Solo se puede entrar/ en un corazón roto/ con el gran privilegio/ de haber sufrido mucho” (E. Dickinson).

    Así la existencia actual con adelantos y fallos que en ocasiones nos hacen sentir como perdidos, sin embargo, las gentes, como el olivo, conservamos las cualidades inherentes al terreno, al árbol emblemático: mezcla de nerviosidad y apatía, inseguridad y paciencia, resistentes y benéficos como el Aove.

    Articulistas