La espera interminable
Cuando nacemos no conocemos la espera. Lloramos cuando nos da hambre y hacemos nuestras necesidades a cualquier hora o lugar. Ya desde niños nos enseñan a ser pacientes, a esperar que lleguen las dos para salir del colegio o el fin de semana para irnos a jugar. Con los años, este aprendizaje se desarrolla con más intensidad: aguardamos la hora de salida del trabajo, que sea fin de mes para cobrar la nómina, que llegue agosto para tomar las vacaciones o que nos toque en la cola del banco. La sociedad nos enseña a ser dóciles, a no protestar, a plegarnos a ese marcaje del tiempo. Pero no deberíamos consentir que esto se produzca cuando necesitamos ser atendidos por nuestro servicio de salud, un servicio público que pagamos entre todos y que cada vez es menos público. Me consta que aumenta el número de pacientes que se envían a centros privados para someterse a pruebas diagnósticas, a la vez que los aparatos médicos duermen el sueño de los justos, por falta de profesionales, como ocurre en Alcaudete con el mamógrafo. Mientras, las mujeres sufrimos una demora de más de seis meses para una mamografía que puede salvarnos la vida. Una espera interminable que parece no importar a nuestros políticos.