La crisis monárquica

27 sep 2020 / 11:26 H.
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En el Palacio de La Zarzuela se han vivido durante los últimos lustros una serie de conspiraciones internas que han conducido a la Monarquía a una situación crítica. Sufre la Monarquía, pero, sobre todo, sufre el sistema democrático. Alguien dijo que el principal enemigo de Juan Carlos I era el propio Juan Carlos I. La salida, a principios de los 90, de Sabino Fernández Campo, dejó a la Casa Real en un estado de desorientación que se ha acentuado con el paso del tiempo. Don Juan Carlos, desde el “sesientencoño” (23-II-1981), se había convertido en la referencia de unión de las distintas Españas, porque no solo hay dos Españas, como sostenía Antonio Machado, sino múltiples Españas, que se miran de reojo con recelo desde la expulsión de los judíos “porque sabían de cuentas”. Julio Anguita, cuando era secretario general de IU, manifestó: “Me gusta este rey; me iría de copas con el Borbón”. Y Francisco Umbral escribió en un artículo publicado en 1982: “Nuestra Monarquía está eligiendo o dejándose elegir por artistas intelectuales vivos, capitanes de la vanguardia estética en el mundo”. Pero Don Juan Carlos, admirado por unos y otros, interiorizó su condición de garante fundamental de la democracia y finalmente lo venció su deseo de vivir, de atrapar la vida, después de una infancia y juventud terribles en las tinieblas de El Pardo bajo la enseñanza de unos hombres que parecían sombras ataviadas de militar, sometido a una disciplina cruel, y con la única perspectiva de aparecer alguna semana en aquel No-Do triste en blanco y negro de las “matinés” de los cines. Como ha dicho Paul Preston, su biógrafo, Juan Carlos I se preguntó: “¿Y para mí qué?”. Y ahí comenzaron los problemas que han conducido a la Monarquía española a un cada vez más complicado laberinto desde la desafortunada cacería rubia de Botsuana.

Felipe González congenió bien con el Rey en el feliz encuentro entre el político de éxito y el monarca campechano. La Constitución protege al Rey, pero a Don Juan Carlos lo sostenía, sobre todo, su prestigio. La España republicana se hizo “juancarlista”. Y el Rey salía y entraba de España sin que nadie supiera su paradero. Ni siquiera el Gobierno. Cuentan periodistas que vivieron en primera fila la Transición que el nombramiento de Javier Solana como ministro en sustitución de Francisco Fernández Ordóñez, que estaba muy enfermo, tuvo que aplazarse varios días porque faltaba la rúbrica del Rey, que estaba en el extranjero. Algún periodista preguntó a González sobre el paradero del monarca. “No lo sé”, respondió sinceramente el presidente. Aseguran que, años después, José María Aznar intentó reconducir determinados comportamientos del monarca. De ahí surgió la enemistad entre ambos. Y Felipe VI está realizando un esfuerzo descomunal por mantener el pulso de la Monarquía. En julio, en uno de sus viajes oficiales por las autonomías tras la pandemia, llegó a saludar desde lejos a un grupo de turistas que se bañaban en la playa. Pero los reyes parecen obligados históricamente a conservar cierto misterio, un misterio que los avala como reyes y que llena de leyenda su sangre azul desde los milenarios relatos orales a las tragedias de William Shakespeare. O los cuentos de princesas que se han transmitido de generación en generación. Pero las niñas de hoy ya no quieren ser princesas. Quieren ser Irene Montero. La crisis de la Monarquía, decíamos.

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