“La belleza de irse”

    08 sep 2019 / 11:03 H.

    Amaneciendo los sesenta los Reyes Magos dejaron a los pies de mi cama una versión infantil de Robinson Crusoe. Fue mi primer regalo “literario” y el comienzo de una afición lectora que he intentado, además, inculcar en mis alumnos a lo largo de muchos años de docencia.

    Hoy, cuando celebramos los trescientos años desde aquel 1719 en que se publicó la obra de Defoe, viene a mi memoria no ya su ácida visión de la sociedad inglesa del momento ni las supuestas lecciones de economía subyacentes entre sus idas y venidas por la isla. Tampoco su idealizado colonialismo. No. En mi recuerdo Robinson es el paradigma de la soledad. Aún recuerdo ciertos pasajes en los que el protagonista, presa de la fiebre, lucha contra terribles alucinaciones postrado en su refugio. Una soledad que solo muy avanzada la aventura llega a un moderado fin con la llegada de viernes. Imaginar aquella situación, aquella soledad en mitad de una naturaleza —hostil en mi mente de niño— me hizo revolverme en alguna que otra pesadilla nocturna tras la lectura.

    Robinson nos representa a todos frente a la terrible ambigüedad de la soledad. Y el paso de los siglos no ha cambiado demasiado el panorama. Ronda la escalofriante cifra de cinco millones el número de hogares en los que solo vive una persona en nuestro país y aumenta progresivamente el número de ocasiones en que se descubre a alguien fallecido en su hogar al que nadie ha echado en falta hasta que el árido perfume de la muerte lo delata. Gentes que abrazaron la soledad sin necesidad de adentrarse en procelosas islas desiertas y que rompieron ese lazo social que, paso a paso, les alejó del tiovivo diario en que todos giramos de la mano, prendidos en la mirada de alguien.

    Lamentablemente se diría que actualmente la soledad “funciona” también en mitad de la masa. En el día a día, la mayoría de nuestras relaciones sociales no exigen ese compromiso con el otro que suponíamos en tiempos remotos. La televisión, internet, las redes, los móviles y todas sus ramificaciones tecnológicas son formas de estar sin ser y de liberarse con sólo apagar la pantalla. Peligrosa tendencia que nos aísla, nos despega y nos va sumiendo en una soledad de la que quizá no somos conscientes.

    Alguien definió este voluntario descenso a lo unipersonal con una expresión que nos descoloca: “La belleza de irse” y la relacionaba con el universo de las pinturas de Edward Hopper en las que la soledad, asumida o no, se interioriza en la mirada del espectador. Bucólico planteamiento que choca contra esa genética tendencia a indisponernos con la soledad y a intentar organizarnos contra ella. No conseguirlo puede ser otra puerta más al abismo. Al fin y al cabo, no todos soñamos con ser Robinson.