¿IVA? No, gracias
Viene un fontanero a casa y, tras arreglarnos la avería correspondiente, nos pregunta si necesitamos factura, en cuyo caso deberá añadir el IVA. Nosotros le respondemos que no la necesitamos y que, por supuesto, no nos incluya el IVA. He dicho fontanero, pero me podía haber referido al albañil, pintor, cerrajero o a cualquier otro profesional que venga a hacernos alguna de las habituales “chapuzas” que nuestro hogar necesita. Hay actividades laborales —agricultura, hostelería, comercio, etcétera— en las que es práctica frecuente que algunos trabajadores estén dados de alta por una determinada jornada y, sin embargo, las horas reales trabajadas sean superiores a las declaradas. En nuestro país, y en cualquiera otro del mundo, existe prostitución, tráfico de drogas, inmigración ilegal y contrabando, entre otras actividades, que obviamente escapan al control del fisco. Existen empresas multinacionales con plantas de producción en diferentes países, que se venden y compran componentes entre las diferentes filiales, y que terminan generando el beneficio en aquel país que tenga una menor presión fiscal; claro, esto se denomina “optimización fiscal”.
Chapuzas que no pagan IVA, camareros con horarios camuflados, tráfico de estupefacientes y multinacionales que evaden impuestos, todas estas actividades forman parte de lo que conocemos como economía sumergida. Toda actividad económica que escapa al control de la Hacienda Pública y que, consecuentemente, no se contabiliza en el PIB del país, es lo que se denomina economía sumergida. Dentro de la misma encontramos dos modalidades: una primera, la Economía ilegal, en la que se incluyen las actividades que están prohibidas —tráfico de armas, personas, drogas, órganos o divisas—, lo que denominamos “mercado negro”, y, por otro lado, la denominada Economía informal, integrada por aquellas actividades que son plenamente legales pero que no se declaran al fisco —compraventa de bienes o servicios que se ocultan o jornadas de trabajo reales superiores a las cotizadas, por ejemplo—.
Es evidente que este tipo de economía tiene efectos perniciosos en la sociedad. Por una parte, son recursos que se sustraen al sector público y con los que se podrían afrontar gastos de educación, salud, servicios sociales, infraestructuras, subsidios de paro o pensiones. Por otra parte, la economía sumergida expulsa a empresas que cumplen estrictamente con sus obligaciones fiscales y laborales y que, lógicamente, no pueden competir con los costes más reducidos de las actividades sumergidas. Igualmente, su existencia falsea los datos estadísticos de empleo, paro, PIB, etcétera.
Como todo lector puede deducir, medir la entidad de la economía sumergida es harto difícil, por su propia naturaleza; de hecho, la Agencia Tributaria no la cuantifica al “no existir una metodología comúnmente aceptada en el ámbito internacional”. Según un Informe del Parlamento Europeo de 2022, la media de la Unión Europea (UE) se situaba en el 17,6 por cien del PIB, siendo los casos más extremos los de Bulgaria (33,1) y Croacia (29,7); mientras que en el polo opuesto están Austria (6,6) y Holanda (8,2). España tiene sumergido el 15,8 por cien del PIB, es decir, que estamos por debajo de la media de la UE. Bueno, parece que hemos mejorado, puesto que históricamente nos solíamos situar en el 20 por cien.
¿Cómo se puede reducir la economía sumergida? Por supuesto, mediante el imperio de la ley, la persecución y el castigo a los culpables, así como con variadas medidas potencialmente viables, que van desde la eliminación de los billetes de alto valor —100, 200 y 500 euros—, hasta la limitación de los pagos en efectivo, el mayor control de las inspecciones tributarias y laborales o la colaboración internacional para la eliminación de los paraísos fiscales. Por encima de todo ello, estoy seguro de que lo más eficaz es la educación ciudadana desde la más tierna infancia. Revisen los países con mayor y con menor economía sumergida y saquen sus propias conclusiones. Defraudar o no pagar IVA debería estar mal visto socialmente —hoy muchos se vanaglorian de escapar al fisco—. ¡Cuán largo me lo fiáis, amigo Sancho!