Igual que la aventura

02 jul 2020 / 17:35 H.
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Mi padre tenía un camión Barreiros modelo 4220 y después un Pegaso 310, de los primeros comercializados con cambio Fuller. Ambos de segunda mano, claro. Y sendas marcas desaparecidas. Solo nombrarlas evoca otra época muy distinta a esta, cuando había conatos de industrialización, como por ejemplo la fábrica de cemento de Torredonjimeno, que primero se llamó Cementos Alba, luego Hisalba, y finalmente Holcim. Esa fábrica dio de comer a mi familia y a otras muchas, deprimiendo a toda la comarca tras su demolición. Aunque no dejara de ganar dinero, fue desmantelada, y desde entonces traen el cemento en barco desde Argelia, y les sale más barato todo el proceso...

A finales de junio y principios de julio, en aquellos años, solíamos buscar alcaparras y empezábamos a recoger algunas hortalizas que con tesón mi padre había cuidado desde marzo, sembradas con la luna creciente de marzo. Mi pueblo, Los Villares, más que un lugar aislado y desconectado del mundo, como una realidad aparte, significaba una verdad tranquila y con garantías de calidad. Así que Cándido cultivaba su jardín en sus ratos libres, aprovechándose de la naturaleza, extrayendo su riqueza, y el sentido de la felicidad adquiría plenitud en el rigor de la hora solar, con el murmullo íntimo del agua —de fondo— que traía la acequia. Por san Juan, además, cuando la verbena era alegría, acudíamos al cabrero para elegir el choto...

Desde luego que no se trata de que cualquier tiempo pasado sea mejor, ni mucho menos. Siempre ha habido maldad, eso no cambia ni se ha corregido. También bondad. La vida retirada de los pueblos, ya se sabe, con sus ventajas y desventajas. Yo siempre eché de menos el cine, entre tanto idilio agrícola, porque no puedo vivir sin acudir a una sala de cine, y recuerdo cuando en cada pueblo había uno, hoy todos derribados. Por otro lado, a muchos pueblos afortunadamente no ha llegado el coronavirus, y se han erigido como auténticos refugios, sin aparecer en los titulares de las noticias. Pros y contras, claro. Tampoco se trata de una alabanza de aldea, que parece propaganda para repoblar la España vaciada y evitar el éxodo de esas zonas que poseen tantas carencias en servicios públicos y sociales, y que cada vez van a peor, sino de las promesas de una sociedad mejor que solo se han materializado con las décadas en una alarmante expansión del ladrillo, constructores sin escrúpulos y políticos que lo han consentido, enriquecimientos privados ilícitos o al menos rayando lo legal, y la decepción generalizada de toda una generación. Bancos que se beneficiaron de ayudas estatales, pagadas con el sudor de los trabajadores, y que no han devuelto ni un solo céntimo a la sociedad. Una generación más, no la primera ni la última, engañada y desengañada. Una vez más tanto por hacer, tanta impotencia y tan pocos recursos...

Pero volvamos a aquellos años para recordar que todavía era posible hacer autostop, ir de un pueblo a otro haciendo dedo, presentarse ingenuamente y contar esa parte de tu vida que quisieras contar al conductor que te había recogido. Brillaban las farolas en medio del ruido de chiringuitos y la banda de música. Se escuchaban a lo lejos los cohetes con los que comenzaban las fiestas patronales. Se veía la noria girar con sus destellos, antes de llegar, desde la carretera, y la diversión estaba asegurada. Igual que la aventura.

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