Hincado en tierra rica entre contornos paradisiacos

04 may 2017 / 11:13 H.

Para pasear por Torrequebradilla, lo mejor es apagar móvil y caminar escuchando el silencio, fijando la mirada, percibiendo olores olvidados. Cuando el viajero concluya su paseo, le aconsejo subir a lo más alto del pueblo y, en silencio, mirar al cielo, al paisaje del pueblo y a los campos que lo rodean. En ese momento podrá comprender en lo que para el escritor francés Andrés Malraux consistía la auténtica felicidad: “Un cielo azul sobre nuestras cabezas, una brisa fresca y el alma en paz”. Y, al bajar, , después de haber paseado intentando conocer las vetas del alma de este pueblo, no se extraerá para nada que los 300 habitantes de este pequeño pueblo, en febrero de 2015, lograron convertirse en pioneros a nivel mundial, consistente en escanear a todos los vecinos de una población en sistema informático 3D.

Se ha de comenzar el paseo subiendo y callejeando por entre el anárquico trazado de sus calles y rincones, en donde las casas parecen trozos que se han quedado encajadas justo en donde cayeron en alguno de los desprendimientos de esa mole de piedra, cal y canto, otrora torreón y después palacio señorial, que continúa en lo alto aún altivo, pese a su desliñado porte exterior, pero sin querer perder su lozanía y su mirada oteando la campiña y rasgando lejanías. Y, conforme camina, no tenga miedo a preguntar a la gente y escucharla tantas cosas como tienen que contar. Para ellos es un orgullo que alguien los visite y estarán encantados de contarles y explicarles. Es la hospitalidad la primera veta del alma de este pueblo. No olvidaré mi última visita, con una esplendorosa, cálida y entrañable boda incluida, y como huésped del buen amigo Eleuterio. Muchos y su familia, todo un paradigma de la hospitalidad de este pueblo, de cuyas gentes he aprendido cómo, de forma sencilla, uno es capaz de “beberse la vida a tragantadas”. Escribiendo esto recordé que quizás sea este uno de los pocos pueblos de los que no habla “excesivamente mal” el clérigo Antonio Ponz , en su “Viage de España” (1791) , dado que no hay pueblo que se librara de su “lengua y pluma viperina”. Parece que fue cauto, quizás por agradecimiento por la “buena mesa, buen mantel y mejores viandas” que le ofreció lo agasajó el entonces párroco, Andrés Lozano, aunque no dejó de meter su puya, referida a la posada, definiéndola como “un miserable mesón con duras piedras en el suelo, en donde era imposible descansar”.

Hay una segunda veta que hace grande el alma de este pueblo. Es el entorno que, por todos lados, rodea sus tierras jurisdiccionales, hilvanadas por las lomas que bajan desde la Alta Campiña; cosidas a campos de olivares salpicados de caseríos; extendidos como estrados a los pies del monte sobre el que se eleva Baeza y oteando los rosados dedos de la Aurora cuando asoman por murallones de roca de las sierras de Cazorla y Mágina. No le faltan a estas tierras algunos hilos de agua, como el que marca el Salado, que cerca de aquí vierte sus aguas al Guadalquivir que aún niño, bordea estas tierras empapando troncos de estacas de olivos o formando discretos humedales en los recodos y orillas desembarazadas por hábiles labriegos para trazar pequeñas hazas de huertas en donde sembrar espárragos o espinacas. Y el Gran Río de Andalucía bordea estas tierras “como un alfanje roto y disperso, que reluce y espejea”, que dijera Machado

Fue en este solar que hoy ocupa el pueblo en donde Tolomeo y Tito Livio sitúan el importante y conocido hito viario conocido, también por godos y sarracenos, como “Oningis-Havia”. Fue durante los siglos que van del XIII al XV cuando, al construirse un torreón vigía entorno al año 1401, se puso el embrión del pueblo actual. Tras largos periodos de guerra, los Reyes Católicos concedieron a la aldea Cartas Pueblas, que se rigieran por el Fuero de Jaén y que actuaron de atractivo para la llegada de nuevos pobladores a comienzos del siglo XVI, quienes, principalmente, se instalaron en casas que construían en la ladera del torreón y manteniendo un pacto de protección y tareas agrícolas como esquema de convivencia hasta que por la escasez en las arcas de la Corona, el Rey vendió en 1640 la incipiente aldea a Íñigo Fernández de Córdoba y Mendoza, pasando posteriormente al Señorío de Torralba, al que sus titulares, con el tiempo, se adueñaron de otras muchas posesiones de alrededor. Con el absentismo de la Nobleza a finales del XX, las tierras quedaron abandonadas o siendo labradas con usos antiguos y escaso rendimiento. Lo que en su momento fueron ricas y prósperas tierras en Torrequebradilla, a mediados del siglo XIX Pascual Madoz las describe como “tierras de mala calidad, salitrosas y poco productivas; y un pueblo con un clima propenso a calenturas y tabardillos (...) y vejigas malignas”. Las fuertes diferencias de clase, ya mas suavizadas, y que se iniciaron el siglo XVII bajo la férula de la casa de Torralba, se aprecia al pasear por las calles y observar el trazado anárquico y pragmático de sus casas y de sus calles, aunque hoy le confiere cierto encanto tradicional. Si pone atención al callejear por la zona que se extiende sobre el cerro alto, verá cómo las casas y calles originales fueron levantadas aprovechando recodos o terrazas de la ladera sobre la que se alzaba lo que primero era torreón y, ya en el siglo XVII, Casa Palacio de los Torralba, edificio deteriorado y que en los últimos años perdió su simbolismo señorial, quedando, junto al templo de san Francisco de Paula, como uno de los monumentos emblemáticos del pueblo.

Y como último rasgo a destacar por curioso está relacionado con la creación, el 24 de abril de 1975, del nuevo municipio, “Villatorres”, anexionados ya los tres referidos y que hoy cuenta con 3.400 vecinos y 73 kilómetros cuadrados de termino municipal. ¡Valga esta anécdota!, ya acabando. El 28 de febrero de 1973, el entonces alcalde, José García de Almazán, junto a la totalidad de los concejales del pleno, aprobaba las doce bases sobre las que se regiría el nuevo municipio. El pleno, que apoyó que se estableciera en Villargordo el Ayuntamiento, “dado que dicha localidad cuenta con párroco, farmacéutico, veterinario, y Guardia Civil”, pidió a cambio dos cosas. La primera, que el nombre que se pusiera fuera “Villatorres” y, en segundo lugar, que “nada más crearse el nuevo municipio, se invirtieran obras de canalización de aguas en la localidad y la traída de agua potable a fuentes publicas y domicilios particulares. Y la razón era escueta y decía: “Toda vez que el que ha motivado la fusión de estos pueblos ha sido este pueblo de Torrequebradilla”.

Han pasado más de cuarenta años de la fusión y, lejos de producirse desintegración o perdida de viejas tradiciones, ha sucedido lo contrario, siendo cada vez más propuestas e iniciativas para seguir apoyando lo autóctono, como ha sido el estreno del himno local con letra de José Sánchez del Moral y música del director emérito de la Banda Municipal de Jaén, Manuel Vílchez. Otro paso más para asentar más las raíces y seguir mirando al horizonte.