Geranios y contables

    23 ago 2019 / 09:32 H.

    La esencia última de la cultura común de los pueblos del Mediterráneo reside en la especial querencia que sus gentes le tienen a la calle. Es la plazuela, o la calleja íntima de un pueblo, o un barrio, el cuenco donde se subliman las esencias más puras de lo que somos, de lo que cada uno es como individuo o como colectivo. Las calles de la Malena en Jaén del Albaicín en Granada, de Plakas en Atenas, los zocos de Estambul, o las callejuelas de Jerusalén, tienen en común la mágica simbiosis entre el viandante, los portales, la piedra, los zaguanes, la cal, los geranios, la albahaca y el ruido de la propia vida bullendo como la sangre. Es el paisanaje fundido en el paisaje, como si cada instante fuese el fin del mundo, y el instante siguiente la nueva creación. El eterno retorno después de no haber ido a ninguna parte esperando un saboraje.

    No hay mayor crueldad, por tanto, para el paisanaje mediterráneo que encerrarlo entre las cuatro paredes de su propia casa, si no es para dormir, claro está, porque para vivir la vida en toda su extensión está la calle con sus múltiples facetas: la taberna, el cafetín, la tienda de barrio, la barbería, las casas de comidas económicas en las cercanías de la parada de autobuses pueblerinos, la puerta de la iglesia el domingo por la mañana mientras tañen las campanas, la llamada a la oración de la tarde desde el alminar de la mezquita, los rabinos recitando el Talmud en la inmensidad del sábado, la churrería sosegando urgentes mañanas de inciertos lunes, las noches de verano, ¡Aquellas noches de verano dormitando en el fresco de la calle con el sabor al barro del botijo hecho un hilillo entre los labios! Aquellas noches de ambigú en el cine de verano, sillas de anea, gaseosa de limón, olor a hierbabuena y jazmín, y en el universo a medio hacer de la noche, Anna Magnani retornaba a la Roma de Rosellini. Nada mejor que las encíclicas en blanco y negro de los padres del cine neorrealista para meternos en las costuras del paisanaje mediterráneo y su especial querencia, su necesidad, de calle.

    Desde que somos europeos de derecho, es decir, desde que Europa nos subvenciona el aceite de oliva a cambio de no poder pescar ni en las fuentes de nuestros pueblos, a cambio de arrancar las viñas, ¡Aquellos pescaítos fritos con vino tinto de la costa mientras adivinábamos los ojos del horizonte! Desde que somos hijos adoptivos de la Europa eslava, sajona y normanda, vamos perdiendo la calle como extensión de nuestras almas.

    Cada día que pasa, la puñetera crisis de convergencias macroeconómicas, nos va quitando un trozo de calle al caer la tarde. ¡Es inaceptable que los contables sigan dirigiendo el mundo! Y al concluir la cena, ante la inquietud de no saber el color del futuro que nos habrá de amanecer mañana, nos abandonamos en los brazos del sillón de la salita sin más protagonista, ni más argumentos, para una efímera cabezada que comernos el mundo de canal en canal, el incierto mundo de los escasos quince metros cuadrados que rodean nuestro sillón y el televisor, intentando adivinarle al futuro el color que nos habrá de amanecer mañana. Sin darnos cuenta nos hemos ido convirtiendo en carne de audiencia, las salitas de nuestras casas cada vez se parecen más al camarote de Groucho Marx. ¡Pronto, que nos devuelvan la calle! o acabaremos perdiendo también el pan con aceite y el geranio que al paisanaje mediterráneo nos brota en el costado del corazón con el primer llanto, nada más nacer. Ya nos lo dijo André Maurois: “Cuando las cosas no van bien, nada como cerrar los ojos y evocar una cosa bella”.

    Aún no se ha derogado la “ley del trágala” y sigue vigente la “ley del Talión” del ojo por ojo, y la luz del dios de las tres culturas sigue iluminando a unos y cegando a otros. Al final, entre los duelos de los ciegos y los quebrantos de los iluminados, acabaremos todos tuertos, como ya nos avisó el Mahatma Gandhi, que por cierto era hindú. Lo dicho, es inaceptable que los contables dirijan el mundo a través de quienes libremente hemos elegido las urnas. Al final, acabaremos plantando geranios en ellas.