Gente normal y corriente

13 feb 2020 / 10:19 H.
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El informe del relator de la ONU sobre la pobreza en España ha sido demoledor y sin concesiones: más diferencias entre ricos y pobres, incidiendo en el cainismo como Marca España, que se traduce en los que tienen el poder y los que no, los que manejan el cotarro y los convidados de piedra. Para tomar la temperatura a la vulnerabilidad, no obstante, se trata de algo más que bajar a la calle. La pobreza, la exclusión social, siente vergüenza de ser quién es, mientras que, por su parte, los elegidos con pedigrí posan ante las cámaras, o hablan desde la tribuna de los privilegios aunque, como un mantra, ya estamos acostumbrados. Desde su exclusividad, los próceres de la patria repiten sus patrañas ideológicas con frasecitas bien adornadas y gestos de cara a la galería. Sin embargo, desamparo y desprotección han sido las palabras más repetidas.

La gente normal y corriente, me refiero a esa gente de carne y hueso que se levanta para trabajar porque lo necesita, que no invierte en bolsa y que friega los platos a diario porque no tiene friegaplatos, que paga puntualmente las cuotas de la hipoteca, del coche o la lavadora; esa gente que hace economías cada mes para que llegue el sueldo, que todo le ha costado el doble —o el triple— de esfuerzo, que cualquier triunfo sabe a conquista, y a la que un puñado de euros puede desestabilizar o desahogar; ese segmento de la clase media tirando a baja, que es la inmensa mayoría de esta nación y a través de la cual se mide la prosperidad, gente empobrecida y encogida que ha visto esquilmadas sus posibilidades, mermado su poder adquisitivo de manera voraz últimamente, porque con esta crisis enquistada que nunca dejamos atrás, quien más ha sufrido ha sido ella, precisamente esa gente que no tiene asistenta —o criada, como se decía antiguamente— doméstica para quitar el polvo, limpiar y hacer las compras o cocinar. Ah, qué fácil es apelar al compromiso populista desde la comodidad de los salones, dándose golpes en el pecho.

No me extraña este tiempo de desafección política. Los valores andan por los suelos, pero me refiero a las personas. Más que la quiebra de ideales utópicos, lo que siempre fallan son las personas, teniendo en cuenta —que no es poco— que vivimos en una suerte de Segunda Restauración, y leemos los paralelismos en obras como Misericordia, de don Benito Pérez Galdós, esa gran novela española de desilusión y esperanza, en medio de miserias y lodo. Pero será una cualidad innata de este país, habituado al desagradecimiento y al que todo nos lo deban. O a la decepción. De hecho, no sorprende a nadie que hayamos caído tan bajo. Y esta vez no habrá palabritas que lo endulcen. En teoría, frente a esas estructuras inamovibles que acusan al sistema de corrupto, brilla la roña de los individuos que no revierten las inercias, las situaciones hostiles y contrarias a lo que predican, y que por arte de birlibirloque se convierten en humo. Aquí no ha pasado nada. Quién no podría nombrar un caso ahora mismo, ponerlo encima de la mesa... Así que sí, qué fácil es hablar y decir palabras bonitas, pero qué difícil cumplir. Para acabar, no quiero parecer pesimista, pero tampoco crear falsas expectativas. Como tanta gente normal y corriente, esa a la que me he referido, ya no me creo nada y —lo peor— ya no espero nada. Por lo tanto, si me toca la lotería, pues bienvenida sea.

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