Fontanería existencial

24 dic 2019 / 10:57 H.
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En estos días de balances, de buenos propósitos, le doy vueltas a la clásica idea de renovación vital con motivo del cambio de ciclo y demás y descubro con cierto malestar que mis pies desnudos avanzan a través de un gran charco que inunda mi casa. Un grifo ha estado goteando desde mucho tiempo atrás y ha hecho rebosar la pila, y todo hace aguas a mi alrededor. Y no puedo evitar contemplar mi vida como eso, como un lavabo que rebosa.

La vida como un grifo que procede de una antiquísima fuente inmemorial, que recoge cauces que resbalan desde alguna sagrada montaña. Un caudal que alimenta las viejas y olvidadas cañerías subterráneas de ancianos canales de la antigüedad remota, y de olvidadas termas romanas, y de baños árabes y judíos, y de viejas pilas bautismales que han mezclado las aguas primigenias con las lágrimas de tantos y tantos nacidos. Un caudal intemporal que continúa fluyendo hasta alcanzar las cañerías activas, las que todavía nos mantienen con sed, con vida.

La existencia como un viejo y oxidado grifo abierto que emite un chorro de momentos imposible de dosificar, que se nos escurren de las manos, que gotea sin control, con derroches y escaseces alternándose. Y no tenemos acceso a sus cañerías. Y fugas de agua en por todos lados. Y han sido tantos los que han probado mil tipos de llaves y herramientas tratando de hallar el flujo ideal; y no hay fontanero capaz de ordenar el caprichoso fluir de estos cauces ingobernables. Y la compañía de aguas tan lejana, tan hermética, tan indescifrable.

La vida como un grifo abierto que dejamos gotear con indolencia, como si no hubiera sequías, como si nuestro pantano doméstico no sufriera severas restricciones a causa del tiempo. Cada vez llueve menos en el microclima que gobierna nuestras pequeñas existencias, y nos amenaza el cambio climático individual, el calentamiento global de nuestra personal atmósfera. Comprometiendo seriamente la continuidad del suministro. Por eso, en unos días como estos, en los que culmina uno de esos ciclos arbitrarios que hemos dado en denominar año, y está a punto de dar comienzo el siguiente, no puedo evitar contemplar la vida como un grifo abierto, ingobernable, de perforadas cañerías y obstruidas válvulas, del que toca renovar el contrato de suministro. Y un año más contraigo la promesa solemne de tratar de racionalizar el uso de un fluido tan precioso. De salpicar con cariño a los cercanos y de regar la memoria de los ausentes. De jugar y de chapotear todo lo posible y más. Y de bañarme desnudo siempre que pueda, sin la opresión de pertenencias y de imposiciones. Y de lavar manchas, roces, la roña de nuestras pequeñas miserias, y de aprovechar cada gota y de no dejar el grifo abierto por desidia, como si el caudal fuera eterno o no sirviera de nada volver a desatascar el desagüe. Y es que la vida es como un grifo que está abierto, que deja caer un flujo de momentos imposible de pausar, de dosificar, de detenerlos.

Un grifo pasado de rosca, que dilapida ese tesoro al que llamamos tiempo. Un grifo que gotea sin control, pero del que deseo aprovechar cada gota, cada lágrima, cada chorro, cada saliva, cada vena. Ese es, hoy, mi propósito renovado. Aunque luego la corriente me acabe arrastrando, como a todos, en la catarata de lo cotidiano y de las urgencias.

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