Esta vida loca, loca de verdad

    18 jul 2021 / 13:39 H.
    Ver comentarios

    Mis padres, que siguen arropándome con su recuerdo, matrimoniaron tal día como hoy hace sesenta y tres años, y en consecuencia, según las reglamentaciones, la moral, y los prestigios establecidos, yo me entretuve en nacer nueve meses después, con una puntualidad adecuada a los tiempos y maneras. Un éxito y un problema menos para ellos, que ya los tenían en otros aspectos, como tanta gente de aquella España de embudo. Aquellos ciudadanos que se desviaban de estos parámetros, bien, porque se adelantaban en sus instintos primarios o porque eran un tanto tardíos en el proceso de engendrar, eran cuestionados, los primeros por lascivia desaforada, y los segundos por sospecha de esterilidad manifiesta, casi siempre atribuida a la mujer, porque nunca un hombre español puede tener los espermatozoides lentos, aunque duerma la siesta. El hombre y la mujer eran, y afirmo con absoluta indolencia, que todavía lo somos, víctimas de nuestras propias hipocresías: las impuestas, las sugeridas y las asumidas. Y no se trata de una funesta cualidad exclusiva de españoles, aunque nos hagan saber que somos diferentes, se trata en esencia, de una tara pandémica, y por el momento sin vacunas, que hemos venido en llamar los seres del primer mundo, con un pretencioso eufemismo: la civilización; entre otras cosas, porque el segundo mundo no sabemos dónde está, y al tercero lo ignoramos. He expuesto al principio un ejemplo español y de otra época porque me resulta más cercano y familiar, pero así, y en muchos otros aspectos, nos miran, nos miramos y seguimos mirándonos las gentes de buena familia y cultura civilizada. Somos los “civilizados”, la gentuza que más guerras ha tenido en su haber, y no precisamente por sentimientos patrióticos, ni alardes filantrópicos, aunque así se nos haya vendido la mayoría de las veces. Los resortes que nos mueven son de otra naturaleza mucho más rastrera y despreciable, aunque no queramos asumirlo ni reconocerlo. Y ahí sigue la mona vistiéndose de seda. Y los humanos creyéndonos nuestras propias mentiras y nuestras esculpidas ignorancias. Ahora que estoy madurando sin madurez vital, y más confuso, si cabe que cuando atisbé la razón primaria que nos mueve, me doy cuenta, con mucho esfuerzo, porque soy torpe para los recados, que lo único que nos queda es intentar transmitir alegría, en la medida que se pueda, dejarse querer y querer, para dejar algo que merezca la pena y que no se devalúe en los mercados financieros. Y ahora me bajo del púlpito, dejo el estrado y el verbo desmesurado, me quedo en nuestro Jaén y sus circunstancias, vuelvo a estos pellejos que contemplo en el espejo, y les agradezco sinceramente que alguien me haya escuchado a través de estas páginas. Nos obstante, y como epílogo a esta perorata, les deseo que Dios nos coja confesados, y eso suponiendo que Dios quiera o tenga que algo que decir.

    Articulistas