España es triste

24 oct 2019 / 10:49 H.

Cuando uno viaja fuera de nuestras fronteras y descubre que puede decir la palabra “español” sin la boca chica, pero que aquí, en nuestro país, no se nombra más que de tapadillo, como si fuera la bicha, empieza a pensar que algo sucede. Hay quien recordaría esos mecanismos que chirrían, que no van ni para adelante ni para atrás. Y no es de ahora, ya lo sabemos bien. Solo cuando uno se encuentra fuera se identifica con eso que convenimos en ser español, que por ahí lo tienen claro, pero que aquí no tanto. La cosa viene de atrás, casi un siglo, aunque nuestra memoria de pez no nos deje mirar más allá de lo que pasó hace escasas semanas. El franquismo, lejos de arreglar los problemas, los alentó a lo largo de cuatro décadas, sin asumir su complejidad, y durante la emigración de la segunda mitad del siglo XX, inyectó mano de obra barata e industria en Cataluña, despoblando el sur y otras regiones, para dejar los territorios desequilibrados. Con la Transición y la democracia comenzó el aleccionamiento y la doctrina para llegar a esta situación que, en muchos modos, se venía incubando, por lo que nadie se sorprende. Pero, todo hay que decirlo, para los supuestamente independentistas de ahora, que tantos golpes en el pecho se dan, hasta hace una década más o menos no había ningún motivo para rebelarse, y Jordi Pujol era amigo de la monarquía.

Nunca he sido nacionalista, y creo firmemente que es uno de los grandes males contemporáneos. Por su reduccionismo y esencialismo, por las repercusiones nocivas que ha generado, y porque es profundamente reaccionario, el nacionalismo ha creado distancias entre los pueblos, más allá de las propiamente mercantiles y lucrativas, que son quizá congénitas a la historia del hombre. Detrás de los conflictos de los últimos dos siglos siempre se ha escondido la bandera impúdica del nacionalismo como un abismo insalvable. Y qué decir del manoseo del nombre de España, por el que se perpetró la peor guerra que se recuerda. En nombre de no sé qué otras identidades nacionales ahora nos enfrentamos al absurdo. Se suele atribuir a Voltaire, aunque no está del todo clara su autoría, la famosa frase: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, para manifestar el compromiso democrático del diálogo y la aceptación de la disensión con tu rival, sin que ello signifique más que eso, que no es poco. Pero lo que sucede en Cataluña no puede compararse, entre el vandalismo, la aquiescencia tácita de la alcaldesa de Barcelona, el desgobierno de la Generalitat, la blandura de Sánchez para no perder aliados ante los resultados de las próximas elecciones, y el cainismo de la derecha en bloque, que no pierde oportunidad para arañar unos votos a costa de cuestiones que deberían ser —sí o sí— de consenso.

España es triste porque no ha sabido venderse históricamente, y sucede incluso cuando se han hecho las cosas bien. No ha sabido articularse desde su fundación, y el sentimiento de lo español sigue dividido, levantando ampollas y desacuerdos. Entristece ser español cuando uno viaja y ve, sin embargo, que otras naciones no presentan problemas a la hora de exhibir su pertenencia, moderadamente orgullosas. Sin exaltaciones patrioteras, pero sin vergüenza, asumiendo lo bueno y lo malo de cada país, como cualquier país. Ya no sé si hay manera de arreglarlo.