España endogámica

30 dic 2021 / 17:19 H.
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Cuando estudiábamos en la escuela la historia de España, nos hablaban del colapso de la casa de Austria, representada por Carlos II, alias el Hechizado, al que los cuadros de la época mostraban con cierta dignidad, adecentando gestos y babas, sin lograrlo. Resumiendo: se decía que los sucesivos matrimonios entre primos crearon una situación de endogamia en la sangre regia, por la que los hijos nacían con discapacidades cognitivas y motrices. El afán por acumular distintos tronos, enlazando líneas dinásticas para agrupar reinos en la Europa de la Modernidad, se fue convirtiendo en un callejón sin salida, abocando a la monarquía a regenerarse, por ejemplo, con otras líneas sucesorias. El caso español se erige como el más significativo, tal vez por ser el país más importante de entonces, hegemónico sobre el resto, aunque se tratara de un gigante con pies de barro. Por eso vinieron —sin ser exacto— los Borbones, tras la guerra de Sucesión de la otrora nación más poderosa del mundo, destinada a convertirse tres siglos después en un modesto país, eso sí, que conserva sus ínfulas de grandeza. Porque de aquellos polvos, estos lodos. Nada peor ha sobrevivido del Siglo de Oro que las falsas apariencias, descendientes bastardas de la picaresca, para ocultar la inutilidad. Y sigue.

En concreto, en España nunca ha prosperado el mérito individual, sino que el abolengo persiste como carta de presentación de cualquier persona, por nefasta que sea. Ya sabemos que las estrategias del poder son infinitas, y siempre se anda tramando algo. Hay demasiadas hagiografías. Estamos acostumbrados a entronizar a todo aquel que nos engatuse con palabras bonitas. Pero cuanto más se las dan de éticos los próceres de la patria, más intrigas palaciegas se urden a nuestras espaldas. El emblema del liberalismo, que chocaba de plano con el feudalismo y ante el cual se encumbró, en España sin embargo nunca tomó cuerpo, porque las fuerzas reaccionarias lo impidieron, y lo hicieron de hecho muy enconadamente hasta el punto de impedir cualquier revolución —en su época— y, por consiguiente, aquí continuamos reproduciendo la estirpe de los necios, porque una cosa está clara, y es que cualquier monarquía es el símbolo de lo que sucede a toda una colectividad, el reflejo de lo que ocurre, la estulticia popularizada. Con el protestantismo esto se cortó de raíz, descafeinando las monarquías a partir de algunos sucesos históricos, léase la Inglaterra de 1648, una fecha bien temprana que a todas luces indica que allí se barruntaban otras ideas, lógicamente no exentas también de contradicciones y conflictos de intereses. A pesar de su evidente decadencia, la pérfida Albión mantiene una larga estela de influencia...

Ay, el poder, qué no se habrá perpetrado en este maldito planeta. La corrosión del sistema llega hasta límites insospechados, sin darnos cuenta, igual que un gas nocivo que repta imperceptible, y los métodos para solapar la ineptitud son muy diversos. Las mismas familias se ayudan unas a las otras, la misma toxicidad e incompetencia se perpetúa de manera mecánica, y todo se mantiene como una balsa de aceite. En fin, lo que cuenta es que seas hijo de tal o cual familia. Hoy esta España de la Segunda Restauración refleja su pasado, ni más ni menos, como un hechizo del cual no sabe salir. Estamos atrapados y hay que desconfiar de estas babas.

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