Esa lengua de lava

23 sep 2021 / 18:15 H.
Ver comentarios

Cuando estuve en La Palma, que como todo el mundo sabe tiene forma de corazón alargado, hace ya casi la friolera de 30 años, a principios de los noventa, recuerdo que descendí —y guardo fotos, yo tenía el pelo largo— al cráter del Teneguía, el volcán que había erupcionado en los setenta. Aún conservo alguna piedra de allí que me traje, en el museo autobiográfico de las estanterías de mi biblioteca... Aquel paisaje lunar, rocoso y áspero de aquella parte de la isla te sobrecogía. Igual que ahora, contemplando esa lengua de lava que, por otro lado, paradójicamente reclama a los turistas... El olor a azufre medio te mareaba, y la sensación de interinidad, de saber que estabas pisando un terreno que en cualquier momento podía estallar desde sus entrañas, estaba presente desde el instante en que te adentrabas en aquel páramo. Una inquietud de territorio deshabitado asolaba la mirada, y el calor y la soledad eran las constantes... Hay que decir que no toda la isla posee ese ambiente, y que La Palma se distingue por poseer microclimas y ecosistemas realmente maravillosos, una biodiversidad paradigmática, parques naturales y varias reservas de la biosfera, como el bosque de laurisilvas y pinares en la Caldera del Taburiente, lugar emblemático, y múltiples plantas autóctonas. Todo ello coronado por el pico del Roque de los Muchachos. No por nada le llaman la Isla Bonita y la cantó Madonna.

Otro desastre natural, la pandemia, y que tampoco se prevé, nos pilló a todos confiados y ciertamente oxidados. Nadie recordaba algo así y nadie podía imaginarse que esto ocurriría. El último año y medio nos ha cambiado la vida, tanto a los países en los que sobran vacunas, como en España, donde hay acumulados millones de sueros a la espera de gente que quiera inmunizarse, como en aquellas otras naciones donde todavía no se ha llegado al 5 % de vacunados. Lo que son las cosas. Unos tanto y otros tan poco... De esta parte de acá, en mi pueblo, que visito siempre menos de lo que deseo, recuerdo un barrio al que le dicen El Charco de la Rana. Un poco después estaba el Campillo, también desaparecido bajo el cemento de las calles y las casas, donde yo iba a jugar de pequeño, y de esto ya hace algo más, como 40 años. Le pusieron ese sobrenombre porque al parecer antiguamente había mucha agua, y se escuchaba a estos batracios croar a sus anchas. En el Campillo, y de esto me acuerdo todavía, se estancaba el agua tras las lluvias. Además, cuando edificaron en su día, no hace demasiado, no se canalizó de la manera que debió hacerse, por aquello de ahorrar —empresarios sin escrúpulos y ayuntamientos que hacen la vista gorda— en zanjas y tuberías, con lo que ahí la tenemos liada... Así que el Charco de la Rana presenta un problema endémico, pues cada cierto tiempo, cuando llueve un poco más de la cuenta —y por estas fechas suele suceder— se inunda y los vecinos lo han lamentado seriamente en algunas ocasiones.

Las catástrofes llegan solas, pero otras se las espera pacientemente, sin querer que lleguen, aunque eso no se encuentra en nuestras manos. No es que vayan a llegar hoy o mañana, en las próximas horas o en la próxima estación. Nunca se sabe. Pero llegan. Llegan como llega la lluvia o el viento, como sale el sol y se pone, aunque no metódicamente. A veces los desastres aparecen de modo inesperado, y eso es lo malo. Otras veces no tanto.

Articulistas