Érase una vez en...

19 ago 2019 / 11:04 H.

Cuando yo era pequeño, a principios de los 80, vino un joven a mi pueblo con una mochila. Rápidamente en la plaza nos reunimos todos los chiquillos alrededor de él, pues viajaba caminando y con el único equipaje de su mochila. Se llamaba Juan, según recuerdo, y era de Sevilla o de un pueblo cerca. Tenía un pasado muy extraño y una familia desestructurada. Decía que era un poco hippie, y llevaba el pelo largo. Buena persona, pero algo raro, nos produjo fascinación a todos. Se había ido de su casa y recorría Andalucía y España sin ningún propósito, pidiendo de comer y dormir, cuando había oportunidad. En los recuerdos siempre hay algo vago y disforme. Freud habló de esos recuerdos encubridores que en el fondo son nuestras propias oclusiones, deseos, frustraciones y falsedades superpuestas a lo largo de los años y las etapas de la vida, que muestran lo que queremos y ocultan lo que no. En cualquier caso, y por mi hábil diligencia, Juan acabó quedándose a dormir aquella noche en casa de mi abuela, que tenía un camastro. Mi abuela, por aquel entonces, se acababa de quedar viuda, era una mujer piadosa y —como nos solía repetir— con temor de Dios. Ella le dio asilo y de comer, porque en aquel final de la Transición todavía la gentileza de los desconocidos daba pie a eso, acogiendo a alguien como aquel muchacho que iba libremente por los pueblos, y a quien no sería capaz de ponerle rostro ahora... En casa de mi abuela siempre hubo un trozo de pan y un chorizo para el que se acercara, y ese sería el vivo ejemplo de unas relaciones sociales, confianzas y buenas voluntades, por desgracia desaparecidas. Muchos paisanos, hoy todos muertos, me lo repetían con mi abuela ya fallecida, años después, cuando el fantasma de la posguerra y esa solidaridad improvisada que se pergeña entre los seres humanos, era realidad, aunque quizá solo en momentos de precariedad y necesidad extrema. Escribo quizá porque nadie nos asegura que, tras estas décadas de individualismo autista, hayamos sido capaces de progresar moralmente una pizca, y más bien estamos abocados a todo lo contrario... Los Villares, ya se sabe, donde yo me crie, es un pequeño pueblo de la Sierra Sur de Jaén, una de las provincias españolas más deprimidas y marginadas históricamente. Aunque muy tarde, todo acabó llegando, incluida una carretera decente. Así que de un modo u otro, al ver Érase una vez en... Hollywood (2019), la última y genial película de Quentin Tarantino, se me vino al presente aquella historia de aquel muchacho en mi infancia. Me da la sensación que hubo algo de eso en todos los lugares, independientemente del consumismo, la tecnología, el Estado del Bienestar, las comunicaciones y la velocidad. Algo de ingenuidad que se acabó, sí, en algunos sitios antes, como por ejemplo cuando la gente iba haciendo autostop, quería cambiar el mundo y creía en los universales del amor, la paz y la felicidad sin que pareciera que pudieran fragmentarse, agrietarse y sentirse vacíos. Hay algo de tristeza en la película, que es una obra maestra sin lugar a dudas, no por su homenaje al cine de los 60 y en general de todos los tiempos, ni por ese espectacular ritmo narrativo, sino por la manera de plantear esa amistad entrañable entre Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, un modelo a seguir. A pesar de que entonces algo se rompió. Algo que definitivamente nunca más volverá.