Enchiquerados en libertad

16 abr 2020 / 16:30 H.
Ver comentarios

En todos los pueblos hay un sitio donde la gente se pone a tomar el fresco en las noches de verano mientras se le da un repaso al acontecer local. Siempre hay algo de lo que hablar y criticar. En Orcera ese sitio era y sigue siendo la Bolea. A Fati —que así creo que es como le llamaban— le gustaba trasnochar allí con sus amigos pero, inevitablemente, un cabo de la guardia civil recién llegado, de gesto mandón y bigote recargado, declaraba noche tras noche su particular estado de alarma: “Se acabó la charla. Todo el mundo a acostarse y a dormir”. Y así, sin más, los mandaba a su casa sin rechistar.

Aquello Fati lo llevaba fatal. De eso hará más de setenta años. Hoy llevamos ya un mes enchiquerados de día y de noche por una decisión más que justificada del Gobierno de la nación, lealmente avalada por la oposición y estoicamente acatada por la población. Por tanto nada que objetar. Pero eso no quita que desde nuestro encierro podamos mantener discrepancias respecto al tiempo y la forma en que se ha llevado a cabo la lidia preventiva y paliativa de una terrible epidemia que nos ha cogido a todos con el paso cambiado. Empezando por el propio Gobierno que, al parecer, y aunque le avisaron desde el burladero, no supo ver los peligros que de salida acusaba el bicho, porque a esas alturas de la corrida andaba más pendiente de los cánticos de las peñas en la andanada feminista, que de lo que estaba pasando en el ruedo. Y en el ruedo a veces salen toros que “te piden el carnet”, con los que no te puedes descuidar. De nada sirve con ellos el marketing político de faenas ensayadas en el hotel, ni la guapura del torero, ni su garbo en el andar, ni la arrogancia en los desplantes, ni la figura estirá.

No soy partidario de pitar a los toreros durante la faena, me gusten más o menos, pero siempre se debe citar por delante y con verdad. Y a la vista de comportamientos políticos anteriores —en el papel opositor— parece que poca fuerza moral le queda al presidente para exigir lealtades al resto. Si de verdad quiere contar con todos en el ruedo, que dada la situación sería lo más natural, lo suyo es que antes de pactar saque a los demás al tercio, por lo menos a saludar. Lo cierto es que son ya casi veinte mil los muertos mal televisualizados y peor contados los que se ha llevado por delante la pandemia. Muertos que mueren solos o, con suerte, consolados por la mano impotente de una enfermera desprotegida o la oración telegráfica de un capellán sin sotana. Muertos, en su mayoría protagonistas ocultos de una época de sombras, pero también de luces, en la que su ingenio, su ilusión y su esfuerzo sacaron a España de la miseria en la que quedó tras la guerra civil. Y muertos —cada día alguno más— que por falta de recursos caen con las batas puestas en pleno ejercicio de su noble vocación. Mientras, la mayoría seguimos enchiquerados pero redimidos por la red de redes que nos permite estudiar, trabajar, vender, comprar y, por supuesto, opinar. Es verdad que no podemos tomar el fresco en la Bolea pero sí organizar una tertulia por videoconferencia. Sorprendente libertad que hasta encerrada perdura. “¡Todo el mundo a acostarse y a dormir!”, escuchó de nuevo Fati una noche en la que ya no se pudo aguantar. Y sin encararse mucho se atrevió a decir: “Señor cabo. Acostarme me voy a acostar. Pero no me pienso dormir”.

Articulistas