Elogio de la tristeza
Por la tristeza volvemos a Rilke y a Mallarmé. Olvidamos el placer de apurar el azúcar caliente del pucherete, mientras las lentes se enzarzan en un artículo que ya leímos, pero el azar de la vida otorga en aquello que ahora nos atrapa con su nueva lectura una suerte de alivio o sentencia que buscábamos al traerlo al desayuno. Con los amigos abrochados en sus rutinas, la tristeza nos empuja al abrazo dorado de las alamedas, antes de que sus ramas entreguen al invierno esa prudente majestad de azafranes y cúrcumas que se va desmoronando ante nosotros, hoja a hoja, como se dejan ir esos amores que vuelven una noche inesperada en sueños a perdonarte. Y esa armonía nos basta sobre los círculos vitales que atascan la lógica del tiempo y dan fuste al disparate humano que atiende a día de hoy la psiquiatría moderna. La tristeza es prevención y cautela ante el error de cálculo de las euforias. Mientras los misiles que Europa no ha dejado de vender a Netanyahu caen impunemente sobre la población civil de Líbano y Palestina, los estudiantes se proclaman en huelga para dormir o conseguir munición de tiempo para satisfacer sus adicciones digitales, desentendidos en realidad de la preocupante escalada que da pretexto a su exigua movilización. Y entonces la palabra huelga, que ha hecho correr a tantas personas bajo la tormenta de los lacrimógenos, la tachadura de los atestados policiales y la coacción gubernamental como hemos visto recientemente en esa Argentina de Milei que suspira por derogar el derecho de reunión, la palabra huelga, decía, se me antoja una nueva donación al capitalismo desde que lo del 15-M acabó por ser, a la vista de los hechos, un grito desesperado de esa juventud burguesa, aunque precaria, para que el sistema le diera pase y boleto en el casino de las hipotecas, comulgar en los templos comerciales de las afueras y tener algo de cash para mover el bigote sobre alguna exquisitez con rango michelín. Un “no nos olvidéis” en el relevo de la jerarquía de consumo cuando va tocando salir de casa. Pero nada de Gramsci ni Pavese.
Tal vez sea cansancio, sí, ese “cansancio más allá del desengaño” que advirtió Guadalupe Grande en la sociedad italiana previa a la última gran crisis económica que reventó el tablero del status quo y la condujo por la aventura política de imprevisibles consecuencias que ha empezado ya a gangrenar seriamente el proyecto comunitario. La tristeza es letargo, no cansancio: melancolía impoluta por lo que aún no ha sido a pesar de tantos y tantos intentos. Cansancio que nos adormece en las tertulias o, por ejemplo, el pasado domingo a mitad del derbi madrileño. Y al abrir uno de los ojos que aún nos resiste en la vigilia, resulta que el partido está detenido y quienes son afanados en la colección de cromos de los niños aparecen moviéndole la batuta a los violentos de siempre, festejando con ellos después del parón de la vergüenza, justificando que a los chicos malos no se les cabrea o te vuelan la cabeza de un mecherazo en prime time y con la cara de circunstancia de los presidentes en sus palcos, como si nada fuera con ellos. Como si nada fuera con nadie. Y no se va uno a la cama pensando en la fuerza del empate, sino en que hace tiempo que los niños han dejado de importarle a esta sociedad enferma de excesos de adrenalina ultra. Los niños del norte, del sur, del este y del oeste. Los niños y los poetas.