El viejo reno

21 dic 2019 / 11:06 H.
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El viejo reno abrió los ojos. En realidad, botones que la abuela cosió con esmero tras el tirón que acabó con los originales. A su alrededor todo parecía seguir igual. Las bolas brillantes no le hicieron parpadear por esta vez. Solo serían resplandecientes cuando las colgaran de las ramas del árbol, pero este, ya de un plástico algo ajado por la costumbre, aún dormitaba en un rincón sin que nadie se hubiera preocupado de sacudirle el polvo de todo un año de hibernación.

Algunas figuritas, compañeras de caja, se desperezaban entre el mórbido abrazo de las tiras de espumillón. Ovejas, gallinas, camellos y medio pez que solían colocar en mitad del supuesto riachuelo de aluminio eran sus amigos más preciados. Aunque él no lo sabía, ninguno de ellos estaba relleno de guata y era capaz de doblar las extremidades. Solo eran rígidos muñecos de resina con un “made in China” pegado en la base, pero ¿a quién podía importarle eso?

Al reno siempre le emocionaba repasar el cada año renovado escenario en el que lo que oía llamar “nacimiento” se expandía sobre varias mesas que se transformaban en pueblos del desierto, montañas con castillo o caminos de arena. Cuando el cansancio le vencía, cerraba sus ojos de botón y se imaginaba que era él quien llevaba a un personaje de aquellos con corona y capa brillante hacia el pesebre que lo presidía todo bajo la sombra del árbol que terminaba en una estrella cuyo reflejo le parecía un guiño amistoso.

El viejo reno tuvo en sus tiempos de esplendor una pila escondida que daba luz a su asombrosa nariz y con su fulgor rojizo iluminaba no solo aquel paisaje de cartón piedra frente al que solían colocarlo sino prácticamente toda la habitación. Eso le hacía sentirse importante y, casi casi, el señor del escenario. Un día algo debió fundirse en su interior casi al mismo tiempo que los niños, que solían jalearle, crecieron de forma instantánea para él que solo solía verlos de año en año cuando una mano cada vez más arrugada abría la caja que ponía en la tapa, escrito con letra titubeantemente infantil “Cosas de Navidad”. Su nariz ya no se encendía. Su cara, sin embargo, tenía ese rictus de melancolía tierna que evitaba todos los diciembres que lo echaran a un cubo gris en el que acababan las bolas cascadas, los espumillones rotos o las figuritas cojas.

Aún, eso sí, le funcionaba un ojo y, especialmente, los oídos. Cuando lo sentaban en la estantería con las patas colgando y apoyado en unos tomos de la Historia de la Humanidad, el viejo reno revivía, se atusaba disimuladamente la nariz, las orejas y esa cornamenta de la que estaba tan orgulloso y observaba el ir y venir de la familia preparando olorosas viandas, a los niños —a los que cada vez le costaba más reconocer— abriendo regalos y entonando las canciones que hacían palpitar su corazón de fieltro junto al hueco irredento de la pila que nunca se repuso. La brisa que solía colarse por el balcón movía sus patas y eso le hacía sentirse libre.

Para el viejo reno la vida solo tenía sentido unas cuantas semanas al año. Sabía que al poco tiempo todo volvería a la oscuridad y que esa Humanidad de la que hablaban los libros que le servían de sustento seguiría evolucionando a veces hacia adelante y a veces hacia atrás. Pero él, aun sin nariz iluminada, estaría siempre allí. De guardia ante el futuro.

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