El viejo año nuevo

    06 ene 2020 / 11:55 H.
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    Observan ustedes la paradoja que hay implícita en la expresión “feliz año nuevo”, repetida en innúmeros whatsapps, en facebook, en twitter, en correos e intercambios orales? Nuevamente felicitamos lo nuevo, lo que es lo mismo que decir que, una vez más, volvemos a desear lo mejor para un año que, otra vez, comienza. Como las estaciones, siempre otras y las mismas, regresan los años. La sensación de estar viendo las mismas noticias se repite: la celebración de la lotería del Gordo, las inocentadas del 28, la carrera de San Silvestre, el año entrando en Nueva Zelanda cuando aquí todavía estamos en el anterior, el metahumorista José Mota en la televisión, el vestido de la Pedroche, el concierto de Viena, los baños en aguas gélidas. A poco que uno beba champán, no sabrá qué año es el que deja atrás y a cuál hay que dar la bienvenida. ¿Qué es lo que pasa con lo nuevo que es tan viejo? ¿O acaso es lo contrario, lo viejo lo que es nuevo?

    Hace más de un siglo nuestros bisabuelos comenzaron a notar la aceleración de la historia. A diferencia de las generaciones anteriores, debieron de darse cuenta de que el mundo en el que morirían iba a ser bien diferente del mundo en el que habían nacido. Cine, coches, teléfono, radio, televisión, fueron cambiando y agilizando la vida. Las primeras novedades se recibían con el optimismo que nacía de la creencia en el progreso, no solo técnico y científico, sino también moral. Stephan Zweig cuenta en El mundo cómo los hombres de antes de la Primera Guerra Mundial vivían en un mundo regulado y estable. “La edad de oro de la seguridad” es la fórmula con la que el escritor austriaco designa esa época. Las novedades se incorporaban, pues, a un mundo que todavía no había saltado en pedazos. Lo nuevo se acomodaba a lo viejo. Si uno relee aquellas páginas de Proust en las que el protagonista habla por teléfono con su abuela, a través del servicio entre Donciéres y París, se dará cuenta de cómo los adelantos se incardinaban en la cotidianeidad de una vida invariable, haciéndola poco a poco más confortable.

    Las dos guerras mundiales mostraron la faz sombría de la novedad. Nuevas armas, guerras nunca vista antes. Sloterdijk señala el uso del gas clórico que hizo el ejército alemán frente a la infantería franco-canadiense en abril de 1915, en la batalla de Yprés, como un momento clave en la historia de la lucha contra el enemigo.

    El mundo que surgió tras la Segunda Guerra Mundial había visto ya las dos caras de las novedades. A partir de ahora estas llegarían, parafraseando a Celaya, cargadas de futuro. Eran buenas y eran malas. Avanzadas medicinas se mezclaban con armas punteras. Relegaban al pasado costumbres, oficios, palabras, y abrían paso a otras costumbres, otros oficios, otras palabras. Cambiaban, ahora sí, lo cotidiano. Hasta llegar al hoy, donde se da la paradoja con la que hemos empezado este artículo. La novedad es ya rutinaria. Todo tiene que renovarse para que todo siga igual. Eso es el consumo: el pedaleo en una bicicleta estática en la que uno no para de esforzarse para llegar a ningún sitio. De ahí la sensación de que el nuevo móvil nace ya viejo (“total, será para dos años”). Ignacio Izuzquiza ha distinguido, a este respecto, entre lo nuevo y lo novedoso. Lo nuevo supone una ruptura, genera incertidumbre, se juega en el terreno de las posibilidades; exige un nuevo lenguaje. Lo novedoso, sin embargo, es una caricatura de lo nuevo; aunque intenta hacerse pasar por él, no rompe con nada, no abre posibilidades. Yo diría que internet es algo nuevo, pero el último móvil, la última televisión, el último frigorífico, son cosas novedosas. Formulado en estos términos, lo nuevo de nuestro mundo consistiría en ser el mundo de lo novedoso. Es así como se conjugan las dos sensaciones: la de vivir un tiempo diferente a todo lo anterior y la del tedio que produce lo que nace muerto y se pretende luminosamente vivo.

    Así que deseo a los lectores de este periódico que el año sea, verdaderamente, nuevo. Y luego que sea feliz.

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