El viejo

    04 ene 2021 / 16:34 H.
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    Es tan Es tan viejo que nos ha visto a todos en la cuna. Ha sido testigo de las correrías infantiles de nuestros padres, mientras requebraba con sus amigos a unas mozas que hace ya veinte, treinta años murieron. También sus amigos están enterrados desde hace tanto tiempo que los veinteañeros no llegaron a conocerlos. Así que es la fiel memoria de este pueblo. Se tiende a pensar que a los viejos les falla, o que recuerdan mejor su infancia que lo que acaban de comer, pero en su caso eso es falso, su memoria está puesta al día. Es lo único que tiene ya, memoria. Apenas puede moverse y la vista y el oído se le han averiado. Por eso su hija lo ha llevado a esa ciudad donde la gente no conoce a quienes viven al otro lado de la pared. ¿Quién habla ahí, hija? Son los vecinos, padre. ¿Es que tienen un hijo adolescente? No lo sé, padre, no les llevo la vida. No se trata de cotilleo, como ella cree, es otra cosa. Es la historia, la memoria. La lucha contra el olvido.

    Si siempre quiso vivir en el pueblo no fue por falta de ambiciones o por exceso de comodidad. Fue porque nada le ha procurado nunca más emoción y le ha enseñado más que salir a la calle y conocer a cada una de las personas con las que se cruzaba. No conocerlas por su nombre o su profesión, sino saber de ellas su árbol genealógico, el trenzado de sus relaciones familiares y amistosas, las historias de sus abuelos y cómo se conocieron sus padres. Su memoria en primera persona abarca un siglo, pero sus padres y abuelos y los de sus amigos de la infancia les contaban historias que habían vivido o les habían contado y que llegaban, cada vez más desdibujadas, hasta otro siglo atrás. Tener todo eso en la cabeza hacía del salir a la calle una apasionante aventura llena de hondura y melancolía. No hay sitio donde los muertos estén más vivos que en una comunidad así. Tardan mucho los muertos en morirse de verdad, es decir, en olvidarse, porque la gente que los conoció los sigue viendo en la forma de la nariz de un hijo o un nieto, en el color del pelo de un descendiente, en un gesto o en un rasgo de personalidad, y sigue hablándose de ellos, de lo que hicieron y dijeron, de lo que harían y dirían, como si estuvieran.

    Por eso sabe que cuando él muera morirán su segunda muerte mucha gente de la que solo él guarda recuerdo. Personas que solo él ha conocido de entre los vivos. Niños que murieron hace casi un siglo, de garrotillo, de diarrea verde infantil, de un trágico accidente. Padres que no llegaron a conocer a sus hijos hoy octogenarios. Hombres y mujeres que eran ancianos cuando él aprendía a leer. Cierra los ojos en este pequeño piso de ciudad y recorre mentalmente las calles y las caras del pueblo. Ve la calle Real y a los vecinos que han habitado cada una de las casas desde hace un siglo. Padres, hijos, hijos de hijos; cambios de dueños, muertes trágicas, matrimonios, emigración. Puede pasarse el día con los ojos cerrados y recordando toda su vida, año por año, suceso por suceso, persona por persona.

    Nadie quiere ya escuchar las historias de un pobre viejo, batallitas de hace casi un siglo. Y no es por egoísmo por lo que le duele la indiferencia hacia lo que hay en su memoria, sino por ellos, por todos los que viven en ella y en ninguna memoria más. Nombres de gente que no serán ya pronunciados cuando él muera, rostros que nadie describirá, sucesos que explican comportamientos e inquietudes del presente. Manuel, por ejemplo, que muchos años antes de la guerra leía y comentaba los artículos de Ortega y Gasset que aparecían en el periódico. Sin él no se puede entender del todo que el bisnieto de su hermana esté investigando no sé qué en Nueva York. Así es como el viejo ve a la gente cuando se la cruza en su imaginación por las calles, con una hondura que se remonta a veces hasta doscientos años río arriba. Y eso da una sensación vertiginosa del misterio del tiempo, y de la vida y de la muerte, y una inefable e infinita melancolía. Y una especial relación de cercanía con los muertos.

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