El verano en el pueblo

    10 jul 2023 / 09:13 H.
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    Llevamos muy pocos días de verano y el pueblo respira de una forma diferente, su corazón late con más fuerza y el trinar de los pájaros tiene un ritmo más alegre. Las fachadas arrojan destellos de luz blanca al paisaje. Nada más amanecer, las aceras desprenden un aroma a tierra mojada y pulcritud. Los turistas madrugan para salir a caminar por el sendero más agradable y hermoso. Comienzan a llegar veraneantes al pueblo con la esperanza de reencontrarse con las personas que los hacen sentir bien, las que les recuerdan quienes son realmente, las que los hacen volver a sus orígenes y desprenderse de la costra pesada y oscura que les ha ido apagando la luz a lo largo del año. La vida atropellada y urgente quedará atrás al tomar la última curva, la que descubre ante ti ese pueblo que te devuelve a tus orígenes. Atrás queda la ciudad desierta como en un apocalipsis zombi.

    El pueblo se convierte en un hervidero de gente con ganas de pasarlo bien. Un cartel de actividades para todas las edades se cuelga en la puerta del ayuntamiento y el boca a boca de los vecinos te pone al día de lo que se puede hacer para entretenerse y pasarlo bien. En el municipio cualquier persona es bienvenida solo hay que tener ganas de relacionarse. Un frenesí de fiestas populares mantiene a jóvenes y mayores entretenidos cada uno de los días que pasen en el lugar. Los encierros de vaquillas y las verbenas nocturnas con música en vivo hacen vibrar a los visitantes; la atmósfera se torna tierna y surgen amores de verano que casi nunca son para siempre, pero ¿qué relación lo es? En la mayoría de los casos, las personas que pasan sus vacaciones en una localidad pequeña, es porque tienen algún vínculo emocional con él. Nada resulta más atractivo que visitar a la familia y amigos del pueblo, sobre todo si has pasado gran parte de la niñez en ese lugar que ya se ha transformado en inolvidable. La casa familiar se desborda y un ordenado caos eclosiona como un insecto que comienza un ciclo efímero e intenso, tal vez ilustre. Extensas charlas durante la sobremesa, ardientes tardes de baño, reñidas colas para entrar en la ducha, animadas madrugadas de amigos y amigas.

    La relación que uno tiene con su pueblo es única y personal. Esa relación cambia según la generación a la que pertenezcas, si viajamos a los 80 descubrimos pueblos repletos de niños y adolescentes que vuelven a casa tras un curso escolar que los ha dejado exhaustos. El reencuentro con los amigos es lo primero, ponerse al día para no meter la pata, coger las bicicletas para buscar un lugar en el que darse un chapuzón. Al anochecer cuando el calor da una tregua dan paso a los juegos de grupo “El Marro” y “Un pez sin navegar” son de los más populares. Llegan los forasteros, que se suman al grupo y disfrutan como un cachorro mordisqueando una zapatilla vieja. La vida se desarrolla en la calle, al aire libre y las puertas solo se cierran con llave para ir a dormir.

    En los 90 se mantienen las mismas rutinas, aunque hay menos niños y menos agua y las puertas se cierran más temprano y con más frecuencia. Se incorpora la costumbre de ir a pasar el día con la pandilla a un paraje natural que esté fresquito, hacer una paella o carne a la brasa, meter al agua helada del manantial la bebida y una sandía enorme, bailar con la música de OBK o los BackStreet Boys en el radiocasete a todo volumen. Los días en el pueblo siguen siendo apasionantes como la vuelta ciclista, con fatigosas subidas a un campo de fútbol escondido entre los pinos y relajantes bajadas livianas por una senda con vistas al valle. La piscina, las cartas, los partidos de fútbol, admirar las estrellas y zambullirse en una presa con aroma a jara y trucha. Luego, cuando pase el verano y vuelva el silencio, notarás la melancolía de la chicharra que se marcha sin hacer ruido y deja la piel adherida al árbol como una firma de su existencia.

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