El valor de la tiza

22 ene 2022 / 11:59 H.
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Una vez más se vuelve a dejar al profesorado bajo los efectos de las inclemencias de esta sexta ola viral. Ahí, en medio del mar de incertidumbres que nadie aclara y donde lo único que se ejercita es la fe de creyentes y ateos en una vacuna que no está exenta de especulaciones de todo tipo. Insertos en esta inseguridad toca hacer de la capa un sayo y lograr aquello que se nos exige dando a la vez mucho más de lo que nadie espera: cuidado y confianza. Sin duda alguna, todo un acto de generosidad que va más allá de lo profesional pues, ante todo y sobre todo, se haya la bondad humana que sostiene el oficio y que puede reconocerse acompañando los dramas concretos que se ocultan tras la mascarilla y que quedan a la intemperie en cada mirada.

Para paliar la brecha que abre las circunstancias que atravesamos, disponemos de todo lo aprendido durante el tiempo de confinamiento: habilidades en aplicaciones y programas que antes eran prácticamente desconocidas. Con ello, salvamos el hueco que había, aunque no todo el alumnado, en todos los lugares, lo logró por diversas razones. Ahí nos situamos creyendo que habíamos logrado el paso decisivo hacia una innovación 3.0 cuya pérdida fue directamente proporcional respecto al 1.1 o, lo que es lo mismo, a la atención directa, humana y cercana que solo es posible en la presencialidad, en la inmediatez de la distancia corta. Pasamos a priorizar, desde muchas justificaciones simplistas, lo digital a lo propiamente humano, todo tipo de apps “geniales” a la pizarra y la tiza. De esta manera, la crítica fundamentada, que debe abanderar toda educación, queda amordazada cuando comulgamos, sin filtro alguno, de las tendencias modales que se nos imponen como un espejo donde “obligatoriamente” hay que terminar mirándose.

Lejos de hacer una apología de una escuela tradicional pretendo ofrecer una reflexión que nos haga caer en la cuenta del valor que la educación tiene precisamente porque se da en contextos de proximidad, bajo la mirada atenta que acompaña la vida más allá de lo meramente curricular. Con ello no pretendo negar las potencialidades que brinda lo digital cuando se hace desde un uso correcto y reflexionado, aunque quizá también puede llevarnos a la falsa creencia de que educar hoy pasa por tener a los alumnos mirando una proyección en lugar de una pizarra verde; de realizar ejercicios en una libreta que se revisa, corrige y supervisa (porque ahí se ponen de manifiesto muchos aprendizajes sencillos y necesarios que tienen que ver con el orden, la grafía, la ortografía y demás aspectos imprescindibles para el aprendizaje de la lengua y no solo eso) a pasar a mirar la pequeña pantalla del teléfono que conlleva un desgaste visual importante además de generar una mayor dispersión fruto de las distintas apps que conviven con los documentos compartidos o las plataformas de aprendizaje.

¿Qué puede ser lo que estamos perdiendo en favor de una supuesta innovación? Un valor, una capacidad de nuestra psique, que se está diluyendo y que no solo es medio sino fin es la atención. Es más que sabido que la dispersión que adolece la comunidad educativa (porque no nos engañemos, no es algo solo del alumnado sino también del claustro) tiene que ver con el uso exacerbado del móvil y, lo cierto, es que solo se aprende cuando hay una atención profunda. Dice el filósofo Byung-Chul Han que “la cultura requiere un entorno en el que sea posible la atención profunda”. A veces, sin que seamos conscientes de ello, pecamos de un exceso de positividad hacia lo tecnológico mientras nos contamos el cuento de la innovación que previamente nos contaron. Innovar pasa por dentro, por conectar con las necesidades del otro y ser capaz de dar la mejor respuesta posible que jamás se obtiene con ningún formulario.

La tiza es símbolo de un tipo de educación, pero también es reflejo de un tipo de relación. La tiza es el puntero que da pie a la improvisación, a la creatividad del docente, ofreciéndole la posibilidad de jugar con la curiosidad del observador. La tiza conquista la atención y recrea el mundo interno del docente que queda, en forma de enseñanza, reflejado en la pizarra. Todo esto, en última instancia, es un medio para alcanzar una relación, para que pueda darse un encuentro genuino entre el docente y el discente que conecta más por el modo de ser de quien le atiende que por la genialidad tecnológica que le presenta. No olvidemos, y así lo dice el filósofo y premio nacional de ensayo Josep María Esquirol, que “pertenecemos a una época en la que solo prestando atención ya se alcanzaría lo más importante”. ¿Estará ahí la razón de un éxito bien entendido y, en último término, la base del aprendizaje?

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