El truco del Almendruco

19 mar 2016 / 20:49 H.

En la televisión dan un programa que narra el día a día de un grupo de personas de un club privado, con acceso por recomendación, lenguaje propio, justificaciones culpables, sinquehaceres varios, reproches a tutiplén y muchas, muchas ganas de no dar un palo al agua. Sí, lo emiten en la Dos. Y es que resulta que la Cámara Baja ya no es ese sitio donde se parlamenta alzando la voz en nombre de los ciudadanos, e inteligencia y cultura son el común denominador de las conversaciones. Pericles estaría orgulloso del uso que los nietos dimos a su herencia. Ocupados nosotros en coloridas contiendas, no percibimos la vaporosa permuta que tiene lugar en el vestíbulo. Señores y señoras, de chaqueta y corbata ellos, blusa y falda de tubo ellas, esperan, impacientemente, la salida de los diputados y diputadas para, presentándose como gurús de una nueva religión, tratar de adoptar nuevos feligreses y feligresas para la Iglesia de su Señor y Señora.

Llega a nuestra diócesis una caja proveniente de otra. No se abre ni se especula el contenido, se piensa cómo venderlo. Aparecen en escena, entonces, economista y contable, ilusionista y prestidigitador. Rápidamente comienzan a hacer su magia: el primero encargado de crear el humo, llamar la atención de todos, cautivarnos con su fantasía; mientras el segundo, habilidoso en estos lances, juegos de manos de por medio, crea el espejismo que convierte lo irreal en real. El público aplaude, embelesado aún por el espectáculo. No vieron el truco, pues no hay más ciego que el que no quiere ver, y regresan a casa recordando la pompa del mismo. Es el turno de los mentalistas, ésos que palma ofrecida, naipes descubiertos o psíquica pura, son capaces de inquirir pasado y augurar futuro. No es cosa baladí su cometido, son el alma máter del dogma, encargados de la parte más delicada, la de rastrear posibles parroquianos en función de debilidades, fragilidades o enfermedades. Aún falta el colofón, hay que vender tan magnífica función. De esto se encargan nuestros parlanchines vendedores puerta por puerta. La sonrisa fácil, mirada confiable y promesas rápidas, son sus armas. Aunque también son grandes magos. Artistas de la palabra capaces de embaucar a desprevenidos, transformando una pechuga de pollo con patatas fritas en “carne local de gallus gallus domesticus asado a fuego medio con una guarnición amarga de solanum tuberosum para acompañar”. Ya está. Llenamos el teatro. El espectáculo fue todo un éxito. A casa con la sensación de una tarea bien hecha. Qué vendimos o a quién, no nos importa. Nuestros superiores pueden estar satisfechos. Esperemos medrar en la Orden.

Y es que todo vale. En los Libros Sagrados del Culto se mencionan los valores como flaquezas de las que hay que desprenderse. Hecho. En estas grandes sectas, tras las terapias de grupo y las entrevistas personales, se ha descartado a cualquier candidato que pudiera tener ética o moral propias, promocionando exclusivamente los despiadados buitres. Buitres que esperan, impacientemente, la salida de los coyotes para, una vez presentado el plan de ataque, tratar de cazar nuevas víctimas para la gran fiesta en nuestro honor. Castillos en el aire en las calles y Juego de Tronos en la Cámara, nuestros estimados electos se ven “obligados”, maletines de por medio o no, a decir a sus ya vendidos ciudadanos: que todo era peor de lo que esperaban, que la tita Merkel los ha castigado o “Luis, hacemos lo que podemos. Sé fuerte. Mañana te llamaré.”

Porque éste es el nuevo engranaje de las sociedades modernas. También conocido como el de las puertas giratorias. Donde los políticos están al servicio de esta vanguardista fe que promete el paraíso en vida a expensas del prójimo. Mismo perro, distinto collar. Don Perro, como llaman los árabes a aquéllos que tienen dinero.