El soñador
No puede ser presagio de nada bueno que a la altura de siglo que estamos no haya qué o quién, controle la acción desarrollada por la ley del más fuerte. Y lo que es peor, que nada o nadie logre suprimirla. La lluvia, el sol, el aire, me dan a entender que no existe opción más clara y más fuerte que la que nos otorga la ley natural, esa que bendice y afecta a todos por igual, sin distinción. Contamos con esos elementos conocidos como si hubiésemos nacido de ellos, como si no fuéramos nada sin ellos. Los escándalos políticos (no tolerados en otros lares) sumados a las promesas incumplidas, me inducen a pensar y a identificar lo que puede ser la fea secuela de lo ilegal, peligroso, lesivo, abusivo y todo lo fallido que se desliza por la conciencia de gente soñadora que espera, bajo el placentero sol de invierno o el reconfortante baño veraniego, a que aquello que les domine no sea sino el final de una historia hecha por y para soñadores, tan apetecible como un trozo de pan empapado en aceite. No hay que dejar de soñar en el final de cada una de las vidas que un día soñaron con saborear el delicioso néctar de la vida y se fueron sabiendo que nadie acudiría presto a su rescate, ni de su familia ni, en general, del bien común. El soñador hubiese dado veinte vidas nada más que por ayudar a hacer felices, aunque fuese un segundo, a todo su entorno. Así soñaba aquel que solo quería alimentar a los suyos tal y como la Naturaleza alimenta y cuida a toda la humanidad. Se ha extendido como la pólvora que pueden darnos dinero, que pueden llenar nuestros pensamientos de cosas que, aunque estén con nosotros no nos pertenecen. Pueden incluso comprar nuestras almas con un mañana lleno de lisonjas, pero ansiamos elegir, ser nosotros mismos antes de estallar. No deseo lo que no nace de mí y me llega a través del interés de otro, que puede esforzarse en señalarme con el dedo por donde debo ir, aunque yo procuro no ser como él. Recuerdo que alguien dijo que la fuerza y el poder son volutas de humo que se desvanecen en el aire. Todos los días me recuerdo a mí mismo que existe mucha gente que, aún sin abandonar las preocupaciones del día a día, miran hacia adelante ávidos de hallar alguna certeza que sacie la sed de aquello que le agobia y sobrecoge. Bien podía estar soplando un viento que desafiara la fuerza de los que ostentan el poder, aunque fuese por darle a la gente el placer de arrancarle a los mismos la sonrisa de los labios. Con ello, habrían demostrado que hay fuerzas (energía pura del ser humano) que desafían el poderío pueril y pasado de moda de quienes desean cargarse el buen funcionamiento del sistema básico de convivencia. Bien podía una simple sinfonía armonizar los elementos y corregir los daños ocasionados para obtener el control de la situación a través del himno de la alegría, sería una forma de hacer que todos nos sintiéramos seguros, mientras reconstruimos en esta soledad sonora en la que vivimos, los derechos esenciales del individuo. Desde que el oficio de político profesional se devaluó, cunde la creencia de que el arte de hacer política pasa por recuperar su contenido esencial, que consiste en disfrutar del placer de tomar decisiones que beneficien al bien común, y eso lo logrará la personalidad y la voz que represente la comprometida labor del político modélico que nunca dejará de ser un extraordinario personaje de la vida pública.