El retrato áulico

27 ene 2025 / 08:49 H.
Ver comentarios

Con la moda, realismos, hiperrealismos y demás mimetismos, incluidos los procedentes de herramientas como la tablet, la estética del retrato viró para quienes desean incluir su efigie en el entorno de su vivir. Hecho prolongado desde los celebérrimos retratos de El Fayum. Desde entonces, el género ha tenido mucho de ese paradigma que nos conduce al retrato áulico. En cuanto a otras vertientes, puede trasladarnos hasta lo popular, enhebrado en hermetismos que hunden sus raíces en el devenir de la historia de todos y cada uno de los pueblos, cuyos naturales parecerían sensibles a la contemplación de su imagen por una lente no suya, para Litrré, “ayudada por alguna de las artes del dibujo”. De tal suerte se inició esta manera de contemplación y autocontemplación que forma parte de los más añosos códigos perceptivos, construidos por un instinto de indagación que trata de conocer y conocerse a través de imágenes. Horizonte en el que no es ocioso considerar el arte del retrato individual como una de las actividades artísticas más universalmente presentes de todos los tiempos. Desigual en su evolución, el género reaparece bajo formas diversas, con eclipses que tienen que ver con obstáculos de carácter extraartístico o extratécnico impuestos por la destreza más o menos acusada del artista, pero también acarreado por imperativos
de moda y tiempo.

Según Pierre Francastel: “El retrato —leemos en la Enciclopedia Británica— es una evocación de ciertos aspectos de un ser humano particular visto por otro. Con esta fórmula ya no es cuestión de imagen fiel, sino de un recuerdo, solamente, de ciertos aspectos, sometidos a la reserva de una visión del otro, de la que inmediatamente se piensa que pueda ser subjetiva”. Imagen que, a mis ojos, debería tener tanto del pintor como del efigiado, construida pincelada tras pincelada en un tiempo desigual para cada modelo y para cada artista. Tiempo necesario, sí, para fijar los distintos momentos de reflexión que el pintor precisa para instalar al retratado sobre la superficie elegida. Hija, por lo demás, de un proceso que, sin recurrir al caso de Antonio López, ni al Picasso de Gertrrde Stein, podemos observar en Lucian Freud —Retrato del Barón Thyssen Borne, 50 X 41 centímetros, 1981-1982—. Más de un año de trabajo sobre una superficie pequeña. Concepto que, se repite en muchos artistas entre quienes me viene a la mente Giacometti y, de alguna manera, pone en solfa la profesionalidad de aquel pintor que, según el Saramago de “Manual de pintura y caligrafía”, se anunciaba así: “Se hacen retratos, garantizamos parecido y duración, no se garantiza el arte.” Ciertamente, una amiga, profesora de literatura, me enseño emocionada el reducido retrato realizado por un pintor de los tantos que hacen negocio al calor del bullir playero en el que se gustaba con aquella compostura de actriz que tan escasamente le correspondía. Obra realizada por un pintor que, de alguna manera, procedía de modo parecido a la fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz, Premio Príncipe de Asturias 2013 y autora de dos fotografías presentadas el pasado mes de noviembre por el Banco de España, con un importe de 137.000 euros. Piezas de creación digital, cuyos modelos, actuales Reyes de España —Felipe VI y Letizia—, conforman un díptico: 2,2 metros de alto por 1,8 de ancho, que, entre otras cosas, contribuye a quebrar la tradición del retrato áulico español, tan absolutamente capital en el desarrollo del género. Pues si es verdad que Países Bajos representa la cabeza del retrato burgués, España es la cima del retrato áulico con Velázquez en cabeza. Con su pincelada suelta y centelleante, en opinión de Pier Francastel, el pintor sevillano renovó la poética del retrato cortesano europeo desde Madrid, ciudad, reparemos en ello, que acoge y respalda sin disimulo alguno esta mutación un tanto frívola de la imagen áulica trasladada a la instantánea y al retoque digital.

Sin reflexión para la fotografía del Rey, en cuanto hace al de la Reina, se presenta retratada en una atmósfera fluida y clara. Con mirada ausente, Doña Leticia, aparece ante el contemplador con un vestido de alta costura y desprovista de cualquier elemento que aluda a su condición de reina, en tanto que Don Felipe viste de rey con el uniforme de gala de capitán general del Ejército de Tierra.

Un retrato oficial en el que la reina, más que reina de España, parece modelo o actriz dispuesta a pasar por la alfombra roja de un lugar como el emblemático Hollywood. Nos referimos, claro es, a una fotografía que dicen semejarse a una pintura, probablemente, de algún monarca francés y ostentoso, lo que, obviamente, no debería ser tranquilizador para la autora estadounidense, si pensamos en el enorme desdoro que puede suponer para un pintor que desee serlo, la comparación de la poética
de sus retratos con la de una fotografía.



Articulistas