El Quijote y la Ilustración

    19 jun 2023 / 10:24 H.
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    Una conferencia pronunciada con motivo del primer centenario del nacimiento de Juan Ramón Jiménez me llevó a estudiar las ilustraciones de numerosas ediciones en torno a “Platero y Yo”. María del Carmen Lázaro puso a mi disposición un espacio de la Biblioteca Nacional donde pude contemplar la belleza de ejemplares procedentes de diferentes lugares junto a otros de ediciones españolas. Éstos y los anteriores habitaban intervenidos mediante una dominante lineal, en algún caso deudora de la sensible mirada del poeta de Moguer quien, emocionado y tembloroso, pedía para representar al protagonista de su más conocida obra una tipología especial del animal: “Yo quiero un burro de cristal, un burrito aéreo, volador...”. A los poetas siempre les ha interesado la línea: “Esas líneas que al modelar abrazan...”. A las que Vicente Aleixandre se refiere al escribir de los dibujos de Gregorio Prieto que figuran en un delicioso librito al que me he referido en alguna ocasión; “Poesía en línea”. Es, como si de pronto, los escritores se viesen investidos de prudencia ante el posible rapto figurativo acometido por el ilustrador o dibujante de sus criaturas literarias. De modo semejante acaece con ciertos autores entre los que, mutatis mutandis, Gustave Flaubert conseguiría el primer lugar. El escritor francés no ignoraba el protagonismo de Sandro Botticelli cuando se habla de La Divina Comedia, especialmente en aquellos años de esplendor prerrafaelista en los que el pintor florentino alcanzaba un prestigio que, en algún sentido, lograba eclipsar el de Dante Alighieri, autor de la magna obra. Ciertamente, Flaubert se oponía a emparejar las imágenes con las palabras. Toda su vida se negó a que su obra fuese acompañada de ilustraciones procedentes de pinturas o dibujos: “Nadie me ilustrará mientras yo viva —escribió— ya que el más ínfimo dibujo devora la más hermosa descripción literaria. En cuanto el lápiz fija a un personaje, este pierde su carácter general, esa concordancia con millares de otros seres conocidos, lo que hace que el lector diga: “aja, yo he visto esto”. O, en cambio: “Este tiene que ser fulano...”.

    Con cierta base de probabilidad, después de las interpretaciones holandesas realizadas en siglos anteriores, las imágenes que ilustraron la primera edición en español de “El Quijote” todavía influyen en la percepción que conforma el universo de la señera obra de don Miguel de Cervantes, desde la edición de Ibarra a nuestros días. Se trata de un logro a la sazón más que esperado, presentado en 1780 por la Real Academia Española bajo el disimulado aliento de la Corona. Sí, luego de tres años de trabajo, en 1780 vio la luz la mimada edición, en reconocimiento a su editor llamado “Quijote de Ibarra”, ilustrada por treinta y tres estampas, en alguna medida, sensibles a las de la edición neerlandesa de 1657. Por consiguiente, tal es realmente, la primera edición ilustrada de “El Quijote”, cuya estética se funde con el empeño francés de hallar maridaje entre la tipografía que afirma las palabras y las imágenes que las hacen visibles. Empresa, en aquella sociedad absolutamente calvinista, llevada a buen puerto por un grupo de intelectuales de Dodrtrecht deseosos de poner en manos de sus compatriotas la primera traducción al neerlandés de “El Quijote”, cuyos promotores fueron el traductor Lambert van den Bos, el editor e ilustrador Jacob SavryH, el impresor, Jacob Braat; el poeta, Samuel van Hoogstraten y seis artistas como Brekelenkam, así como la grabadora Geertruyd Roghman, cuyas estampas corresponden a la alta calidad de los artistas de aquel lugar y época. Por cuanto hace a esta edición, a la que ahora regresamos, consta de cuatro volúmenes mimados por el editor aragonés, enriquecidos por 33 estampas procedentes de otros tantos grabados calcográficos deudores de los dibujos realizados por artistas de la academia o muy próximos a ella, entre quienes figuraban Francisco de Goya con el dibujo realizado para la plancha “Aventura del rebuzno” como otras, inevitablemente desplazada de su función por quienes gestionaron la selección de las obras de los artistas previamente elegidos para ilustrar la referida edición, obviamente, soslayando el cobre procedente del dibujo de Goya que, de haber figurado la estampa del hoy celebérrimo maestro, la edición hubiese contado con la ejemplaridad de dos aragoneses, la de Francisco de Goya y Lucientes y la de Joaquín Ibarra Martín. Nos referimos a un hecho sostenido hasta hace escaso tiempo, hoy venturosamente concluido: entre las más de 3.500 planchas conservadas en la Real Academia de Bellas Artes madrileña, se halló la abortada aportación de Goya a la referida edición, de cuya matriz nace la estampa calcográfica que ilustra este trabajo.

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