El plomo plúmbeo

    06 abr 2023 / 10:06 H.
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    Casi todo el mundo sabe que los epítetos —como calificativos que son—, refuerzan el significado del sustantivo al que acompañan. La mayor parte de las veces resaltan las cualidades hasta conseguir destacados efectos estéticos. ¿Quién no recuerda aquello de la “blanca nieve” o el “cielo azul”, que aprendíamos en las clases de Lengua? Pero también es correcto decir que los hay desagradables o ligeramente malsonantes. Este es el caso. Lo de plomo plúmbeo lo repetía frecuentemente mi amigo Manolo, cuando escuchaba al conferenciante tal, o la película cual; cuando intentaba comprender lo que exponía aquel otro en el púlpito, o en el pregón de las fiestas patronales; o, quizás, en aquel articulito de las revistas de las ferias... Usar lo de plomo plúmbeo, amén de lo crítico, es, sencillamente, practicar la característica onomatopeya y descollar el peso del metal, en sentido figurado, para ciertas acciones humanas. La pesadez oratoria es algo insoportable la mayor parte de las veces. Igual ocurre con la prosa de aquella novela, la columna de aquel periódico o la serie televisiva, cansina e ininteligible.

    Ejemplos los hay a porrillo. Y hasta los pequeños se dan cuenta. Mis nietas —sevillanas ellas—, alertan a su madre ante ciertas llamadas telefónicas: “Mamá, que te llama el pesaíto...” A otros niveles, temblamos ante este amigo que hizo la mili en tal sitio, que estaba enchufado, que apenas si tenía guardias que hacer, que se tiró un año tumbado sin misión alguna e hinchándose de comer y beber al ser ayudante del ayudante del furrier... O aquel otro que sabía el número de machetes de cada batallón, los pares de botas de cada compañía y no sé qué más de los cetmes... Pero dentro de estos especímenes, los más plomo-plúmbeos son aquellos que saben de todo, que te atajan durante el diálogo para no perder la vez, usando muletillas como “o sea... o sea”, que enlazan —se quiera o no— unas frases con otras, impidiendo que el interlocutor pueda intervenir. Soy consciente que, en algún momento, todos somos pesados. Por ello, cuidemos de no aburrir a los demás, dado que no es lo mismo predicar que dar trigo.

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