El odio está en el aire

16 ene 2020 / 08:49 H.
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En España no hay tradición democrática y la prueba se halla en la reacción —nunca mejor dicho— reciente de la derecha con motivo del Gobierno de coalición. La derecha, a fuerza de escorarse hacia la ultraderecha está perdiendo su razón de ser centrista, que la llevó a través de las urnas al poder en las últimas décadas. Entre la Iglesia y el fanatismo falangista y xenófobo, la derecha ha perdido su condición liberal, la cual la aupó al Gobierno con Aznar y Rajoy. Parece que en España —en general— la derecha no tiene la paciencia necesaria que hay que tener cuando se pierden las elecciones, o falta de cultura democrática, y ahí están cacareando con el Apocalipsis de la nación y los peores pronósticos. No se sabe bien cuál es el discurso del Partido Popular. Hasta Ciudadanos se ha apuntado a la radicalización. A Vox le interesa la sensación de río revuelto, que haya ruido sobre cualquier cosa, y que anden los ánimos crispados constantemente, en continua trifulca y altas traiciones. No solo se dedican a insultar y enturbiarlo todo, sino a bloquear las instituciones y obstaculizar cualquier proceso, sin importarles quién sale perjudicado, que ya sabemos quién. Los de siempre. Como en los viejos tiempos, coquetean con bravatas con el recuerdo entre orgulloso y nostálgico del Golpe de Estado. ¡Entonces sí que se hacían las cosas como se tenían que hacer! Y presumen de tener y mantener las pistolas siempre a punto. No tanto por la situación interna, esta vez Europa no les dejaría hacer de las suyas. Creo que eso es lo que les paraliza y les conmina a aguantarse.

Sin ir más lejos, el otro día escuché en un bar a una persona que más o menos conozco, referirse despectivamente a los catalanes, porque hablaban —según él— en extranjero. El odio a lo catalán ha estado muy extendido a lo largo de parte del siglo XIX y, sobre todo, en el siglo XX. Y está en el aire, claro. Como el amor de la canción, pero al revés. La derecha ultramontana se ha encargado de fomentarlo con fruición. Pero la verdad es que tanto la lengua catalana como la española pertenecen a este país, que es de todos. También es cierto que en Cataluña los independentistas se han esforzado en usurpar e instrumentalizar el catalán de manera que parezca que solo les pertenece a ellos, pero no podemos olvidar que el viraje de los últimos años ha venido impelido por muchas circunstancias, lavar los trapos sucios de la administración Pujol, vía Artur Mas, la ineptitud de Marianico el Corto, y otros asuntos no menos significativos, los cuales quizás ahora no merezca la pena recordar. Baste en convenir que hace falta diálogo para articular las “Españas”, como se decía hasta inicios del siglo XIX, aunque no se refiere a la idea machadiana, por mucho que algunos quisieran desempolvar la lucha contra el contubernio judeo-comunista-masónico, sino a las “Españas” de las crónicas medievales. Con la deriva neoliberal de estas últimas décadas, España no solo ha perdido derechos sociales y civiles, sino cohesión territorial. Durante los años ochenta era frecuente el diálogo lingüístico —había encuentros, publicaciones o traducciones— entre escritores peninsulares, pero ahora con tantos recortes y con el auge de los nacionalismos excluyentes y los regionalismos agresivos, todos se quedan en su agujero. Ahí los quieren algunos hasta que se pudran.
Y a eso lo llaman pueblo.

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