El mandarín y la corrupción

17 dic 2018 / 11:34 H.

En nuestros tiempos veloces, donde todo adquiere una importancia tan enorme como fugaz, las obras (literarias, pictóricas...) brillan efímeramente y son de inmediato engullidas por el olvido. No digamos los diarios, que, como espejo de la actualidad, tienen por destino, incluso en tiempos menos céleres, una rauda desaparición. Sin embargo, hay una fuerza opuesta propiciada por la tecnología: de esos olvidos y de otros mucho más lejanos, podemos extraer fácilmente lo que en ellos cayó y calló. A la mano tenemos textos rescatados que antes solo podían consultar investigadores especializados. Una voluntad de totalidad alienta tanto en la digitalización del presente como en la reconstrucción del pasado. Por eso uno puede leer, recorrido por una nostalgia imposible, la nostalgia de lo no vivido, periódicos del siglo XIX. En uno francés, “L´Intermédiaire de chercheurs et de curieux”, la gente hacía preguntas que eran respondidas por otros lectores o por algún redactor. El 10 de mayo de 1866, un tal P.L. se interesa por la obra de Rousseau donde aparece la expresión “tuer le mandarin” (“matar al mandarín)”. ¿A qué se refiere con esto?

Se trata de una interrogación moral. Usted, lector del JAÉN, tiene la posibilidad de heredar una gran fortuna con la condición de aceptar que un viejo mandarín en la lejanía de la China muera. Tal crimen quedará impune. Pongamos que todo lo que tiene que hacer es un gesto con la cabeza. ¿Usted lo haría? ¿Mataría usted al mandarín?

De manera que “tuer le mandarin” es beneficiarse de una acción que perjudica a un desconocido teniendo garantizado que permanecerá sin saberse y sin castigo. Cuatro son, pues, los ingredientes de este cuento moral: el beneficio, la lejanía respecto de aquel a quien se daña, la facilidad de la acción y la impunidad.

La cuestión del mandarín fue debatida en la prensa francesa porque no había manera de encontrar el pasaje en la obra de Rousseau (entonces no bastaba con darle a “Buscar” e introducir la palabra adecuada). Si se atribuía a él fue porque así aparece en una novela de Balzac. Sin embargo, hoy sabemos que la memoria de este novelista le jugó una mala pasada atribuyendo a Rousseau lo que había leído en Chateaubriand, a quien hay que apuntar el hallazgo. En cualquier caso, la pregunta sobre el mandarín, que apunta en su planteamiento a un desarrollo narrativo, va a tenerlo con diferentes variaciones. La más famosa de ellas es la novela “El mandarín” de Eça de Queiroz.

Pero la cuestión tiene también aspectos que son de gran interés y actualidad para la ética. Hemos visto que hay en ella dos elementos que ya aparecían, por separado, en las reflexiones de los griegos: la impunidad y la distancia. Diré algo sobre la primera en el tiempo (espacio) que me queda y emplazo al lector al mes próximo para hablar de la segunda.

No voy a destacar más que un aspecto del terrible problema de la corrupción, el de la sensación de impunidad en que parece haberse cometido. Esto plantea la pregunta: ¿cumplimos las normas morales porque son también normas sociales o jurídicas, es decir, porque tememos las sanciones que acarrearía transgredirlas? Si estuviéramos en la situación de quienes han robado lo que es de todos y supiéramos que no nos pasaría nada, ¿qué haríamos? ¿Mataríamos al mandarín? ¿Lo hacemos ya de algún modo como ciudadanos cuando tenemos la seguridad de que “no nos van a pillar”?

Los griegos hablaban del anillo de Giges, que permite hacerse invisible a quien lo tiene con solo girarlo. Un personaje de Platón sostiene que si se le da un anillo así a un hombre justo y a otro injusto, ambos actuarían mal, pues solo el miedo al castigo retiene al justo de hacerlo. Sin embargo, podemos replicar nosotros con Kant, cuando el hombre justo actúa bien únicamente por miedo a la condena, social o jurídica, no se trata propiamente de un hombre justo. Los corruptos confundieron una baratija con el anillo de Giges, pero si hubieran sido decentes jamás hubieran matado al mandarín.