El lobo, la serpiente
y la paloma

04 abr 2019 / 16:52 H.

La tierra se agrietó. Las entrañas de los campos yermos crujían en la noche. Un olor fétido y una niebla húmeda cubría el páramo y las tierras labrantías. Las recién casadas no concebían: No nacían niños. La simiente carecía de germen y las plantas no brotaban. Desapareció la hierba del baldío, último recurso de las penurias. Los campesinos aceptaron a la hambruna por fiel consorte. Entonces comisionaron a una joven para que consultara al ermitaño del bosque. Vivía en lo más abrupto sin otra compañía que el lobo, la paloma y la serpiente. La paloma dormía en el escabel del lecho. El lobo sobre una alfombra de esparto a la puerta del dormitorio. Aullaba al maligno, carisma que recibió de lobezno. La serpiente se enroscaba cada noche en el cuerpo del ermitaño. Si el monje accedía a una tentación ella le oprimía el cuello. La joven halló al anciano en la última agonía. Él dijo: “Ofrecen pan y vino; pero lo que el sacerdote ha de ofertar es la vida misma —el germen, la fuerza de la vida, el principio activo— que se oculta secreta y maravillosamente en la espiga y en la vid; de no hacerlo así, esta generación perversa perecerá” Luego murió. La joven lo enterró y el pueblo la creyó.