El libro de Jaén

09 abr 2022 / 16:00 H.
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Las ciudades están vivas porque acogen a sus vecinos y también el recuerdo de quienes un día habitaron allí. En la página 21 del libro “Estampas de Jaén”, Juan Eduardo Latorre dibuja el edificio en el que estuvo la Joyería Samaniego, en la calle Maestra, una casa que se parece tremendamente a la que hubo ahí hasta comienzos de los 80, las mismas cancelas, idénticas rejas, semejante trazo, porque diseñó los planos el extraordinario arquitecto jiennense Nicolás Samaniego Varrilado, recientemente fallecido, que nació entre aquellas paredes y pasó en ella gran parte de su vida. Era la casa de su madre, mi abuela. Miro el dibujo con melancolía —“la melancolía es un lujo de la tristeza”, escribió alguien—, y a continuación observo las demás láminas de este libro, y pienso que una ciudad es como un ser vivo, algo que se ama de cerca o desde la distancia, que está siempre ahí, una parte decisiva de nosotros, como un familiar. Miro las estampas del nuevo libro de Juan Eduardo, que huelen a Jaén, que tiene dentro la atmósfera de Jaén, el rumor de sus calles en el silencio del trazo, y tengo, junto al libro, el periódico con las fotografías de los edificios derribados en Ucrania, con ciudades ucranianas destruidas tras la invasión de Putin, y pienso con horror que quienes partimos muy jóvenes de Jaén con un poemario de Rainer Maria Rilke en la maleta que animaba a “cambiar la vida” hemos fracasado, porque aquel mundo era mejor que este, porque este mundo es peor que aquel.

Pero ver y leer “Estampas de Jaén” aleja del desasosiego. Hay relatos conmovedores. Me detengo en el relato deslumbrante, delicado, maravilloso, escrito con trazos grises, de Rocío Biedma. Se titula “La Fuente del Pósito”. Dice: “Hoy vuelvo a esta plaza sin la mano de mi padre ya, y sin la de mis hijos. Tampoco están los postreros ultramarinos, mi primera librería, la confitería con su exquisita nata, el relojero bajo su toldo, ni la bodega con su olor a queso añejo y vino (...) Saber que sigues estando a pesar de otras ausencias”. Hay en ese escrito la atmósfera de las novelas de Irène Némirovsky. Y tampoco está ya en El Pósito aquel quiosco de prensa en el que mi padre, un hombre de paz, como dijo su nieto Edu el día en que murió el abuelo Luis, me compraba tebeos de “Roberto Alcázar y Pedrín”, que yo escogía entre un montón que olía a papel nuevo, ese fascinante olor a tinta impresa que se respiraba allí, con el diario Jaén y los periódicos recién llegados de Madrid. La vida, sí, quizás consista en ir perdiendo poco a poco, dolorosamente, las manos que sujetaban la tuya.

Una ciudad es un paraíso que conserva para siempre las huellas de las personas que pisaron sus aceras. “Estampas de Jaén” es el mejor libro de Juan Eduardo Latorre en su carrera infatigable e impagable por trazar el presente y el pasado de su ciudad y de la provincia. Se trata de un libro de mayor densidad, los dibujos se han perfeccionado respecto a anteriores entregas, han adquirido una tonalidad más oscura y representan la realidad, pero no la realidad tal y como es, sino una realidad idealizada: la realidad tamizada por la sensibilidad del autor. La Catedral protagoniza y da continuidad al libro, es como un estribillo a lápiz negro entre estampas. “Nostalgia con aroma de azahar”, escribe Francisco Latorre. Decían los argentinos que Carlos Gardel cantaba cada día mejor. Decimos los jiennenses que Juan Eduardo Latorre dibuja cada día mejor.

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