El Lagarto de Jaén

    01 ene 2024 / 09:14 H.
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    Cuando me acerco al monumento esculpido por Damián Rodríguez Callejón (1914-1982) para evocar la leyenda del lagarto jaenés no puedo evitar en mis oídos el resonar cansino de los golpes de la maza sobre la gradina o el puntero que desbastaba la durísima piedra de Jabalcuz que ocultaba el volumen del animal aludido. Con destreza y conocimiento, Damián le iba arrancando al bloque pétreo todo aquello que le sobraba para convertirse en el animal que figura en el monumento citado. Símbolo que no alegoría de una leyenda medieval, cabalmente asentada en la ciudad y fronteriza. Se trata de un monumento que conserva esa candeal aventura de la cercanía. Sí, de lo próximo y cotidiano en nuestro vivir, conservado a través de ese extraño acontecer que, en este caso, de pronto, se nos acerca a los jaeneses desde niños al contemplar la presencia del mítico animal, vecino del barrio en donde habita. Tal es a mi ver, la percepción sobre aquel paisaje urbano jaenés de su calculada dimensión, pero también de cuanto supone su diálogo sobre él y con él. Efecto de la forma erigida en el espacio urbano, de cuya dimensión parte la cuadratura o no de la pedagogía que habita en este singular monumento erigido a manera de fuente, que no de catarata. Tal es también, claro que sí, el efecto de su acercamiento a cuantas generaciones de niños y niñas se han venido acercando a esta pétrea singularidad ciudadana imaginando su propia aventura. Trenzado de un juego de imaginación en el que figura el ayer, pero también habita el mañana. Misterio de un espacio en el que conviven la fabulación y la historia que siguen brotando en la ciudad antes, muy antes de irrumpir la digitalización. Al cabo, leyendas que avivan la imaginación sin necesidad de sentirnos abrumados por lo excesivo y ajeno, tal y como acontece tantas cuantas veces nos encontramos ante esos gigantismos realizados mediante ordenador que no son otra cosa que la barbarie legalizada y protegida, cual si se tratase de levantar de nuevo aquel coloso destinado a remembrar al dios sol, evocado desde la enormidad de aquella gigantesca escultura, parece que alzada en Rodas.

    No. Nuestro relato tiene referentes más cercanos. Nos referimos a otro concepto de acontecimiento, de cuya pedagogía se desprende este monumento jaenés que no ha dejado de poner de relieve el valor del héroe procedente del pueblo. Una persona que, efectivamente, al graduar su deseo de libertad, no olvida contemplar de modo parejo la de toda aquella ciudadanía amedrentada por los constantes ataques del terrible animal que durante años amenazó a la ciudadanía de aquel Jaén que, felizmente, hoy sigue remembrando su leyenda a cuantas generaciones se suceden. Nuevos protagonistas y narradores que, probablemente sin percatarse de ello, le hablaran a sus hijos desde el candeal monumento de la aventura de aquel legendario héroe que acabó con el feroz animal y dio lugar a la leyenda de alguien que, como el cowboy de las películas del oeste americano, el misionero o el sindicalista, pone la inteligencia o el arrojo de su valor al servicio de los demás. En cualquier caso, un monumento sin enormidades o fastos de verbena, nos trasmite el verdadero calado de su existencia con un sosiego que nos conduce hacia la fascinación del mítico animal. Poética, por lo demás, que acontece desde la voz de una leyenda de raíz popular, cuyo héroe, solo adquiere presencia en la imaginación de cada persona que sepa interpretar su raíz desde la grandeza de la aparente sencillez de su morfología.

    Con la música sucede algo semejante. Entre la que suelo escuchar hay una pieza verdaderamente seductora. Cada vez que la escucho, sea este o aquel el ánimo y el momento, percibo efectos tan benéficos que modifican mi ánimo. Se trata del concierto nº 1 de Erik Satie. Piano, guitarra, arpa... Lo escuché por vez primera en un noviembre, cuando el gris de la tarde comenzó a cernir su densidad sobre el olivar que adorna la parte de La silla de la Reina que mira a “Recuchillo” y la lluvia caía mansamente sobre el salpicadero del coche. De pronto, al cambiar de emisora, escuché una música evocadora que parecía repetir sus compases... Desde entonces, no he dejado de escuchar la acompasada lentitud ejemplarmente graduada del brevísimo concierto como algo tan excepcional que, inmediatamente, me llevó a buscar la naturaleza de su autor, a la sazón desconocido para mí. No con desigual efecto acaece con los libros. Releo uno, brevísimo de formato y páginas de Jun´ichiro Tanizaki, “El elogio de la sombra”, escrito en 1933, cuya edición de Siruela es tan ejemplar como suelen ser otros títulos editados por el mismo sello: “Elogio de la trasmisión” (G. Steiner), “Contra el fanatismo” (Amos Oz)... o, esta del siglo XVIII, ¿porque no? “El arte de callar”, de Abate Dinouart: 128 páginas cargadas de sabiduría y reflexión, al que, he de lamentarlo, no le dedico el tiempo pertinente.

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