El jugo de una anécdota

    17 jun 2025 / 09:03 H.
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    Ocurrió en el estreno de la primera obra de teatro del dramaturgo Bernstein. La actriz principal estaba charlando con un amigo en el escenario antes de comenzar la función cuando, por un descuido del operario, se levantó el telón sin que nadie lo hubiera ordenado. La actriz se quedó confundida, pero el amigo supo salir del paso actuando como si fuera un personaje de la comedia. “Adiós, señora. Volveré el miércoles para llevarme el reloj”, dijo, y salió de escena, con lo que dio unos segundos para que la actriz se repusiese y comenzara la verdadera obra. El público no notó nada, pero un crítico dijo en su crónica al día siguiente: “No comprendo por qué al principio del drama aparece un hombre que dice va a llevarse un reloj. En toda la obra no vuelve a aparecer, ni se habla en ella del reloj. ¿Cuándo comprenderán los autores que hay papeles inútiles?” Cuando el crítico volvió a ver la obra, el hombre del reloj no apareció por ninguna parte. Así que escribió satisfecho: “Bernstein ha tenido en cuenta mi observación, y ha suprimido el personaje inútil que iba a llevarse un reloj”.

    Las anécdotas, como los chistes, hacen guiños sugerentes que solo recogen los que se sienten concernidos por ellas. Unos elegirían unas, otros otras. Si esta, leída en la prensa de hace un siglo, me ha llamado a mí la atención, quizá sea por algunos elementos que contienen y a los que soy afín. En primer lugar, el teatro. No me refiero tanto al teatro como género literario, sino al hecho de que exista un espacio de ficción delimitado en el que personas como nosotros están representando, durante un corto tiempo, un papel en una historia. Y a la idea, tan barroca, del mundo como teatro. Pitágoras comparó la vida humana con un festival —nada cuesta trasponerlo al teatro—, en el que unos compiten, otros compran y venden en las gradas, y otros contemplan el espectáculo. Los actores solo pueden actuar a cambio de no ver el todo, que requiere la distancia del espectador, que a su vez renuncia a la acción. Esos talantes que miran el mundo en vez de participar en él, a fuerza de mirar, acaban viéndose desde fuera si alguna vez están en situación de actuar. Les cuesta tanto ser espontáneos. Su desdoblamiento llega a darse aun cuando están siendo espectadores, se miran a sí mismos cómo miran a los demás. Me acuerdo también de esa anécdota inventada por Kierkegaard, en la que un payaso anuncia que el teatro está ardiendo y el público ríe y ríe, creyendo que se trata de una gracia. Así, dice el filósofo danés, perecerá el mundo. Hace tiempo que le doy vueltas a la relación entre el teatro y la narrativa policiaca, donde no es raro encontrar funciones teatrales en el núcleo de la trama.

    Otro elemento en la anécdota de Bernstein que hace que me interpele es la improvisación del amigo de la actriz. Mientras ella se queda momentáneamente bloqueada, él sale gallardamente del paso. Los adscritos a l´esprit de l´escalier, es decir, los que encontramos una respuesta ingeniosa cuando ya es tarde para emitirla, admiramos por contraste ese ingenio pronto a la réplica.

    Pero hay más. El objeto que ese amigo nombra en su avispada salida no es un objeto cualquiera. Es un reloj. Un objeto cotidiano que mide algo tan tremendo como el tiempo. Uno lo asocia a las vanitas barrocas donde está tan presente, o a las leyendas famosas en ellos, como Tempus fugit o Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata, referido a las horas).

    Todavía hay un último aspecto que me hace interesante la anécdota. Se trata del error en el que incurre el crítico al interpretar como una debilidad de la obra lo que es una improvisación apresurada y al pensar que el autor ha tenido en cuenta su apunte. El crítico saca una satisfacción verdadera de una mala interpretación de las cosas. Como si alguien se enamorara de un interlocutor por internet que mintiera en cuanto a su edad y su aspecto y su trabajo. Me llama la atención que algo irreal produzca un sentimiento real. ¿Qué ocurre en esos casos?

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